Aplaudía el público, enardecido y con lógica consecuencia por el gran concierto. El aplauso se prolongó durante un total de once minutos, tiempo en el que el Palomo de Tecalitlán saludó a sus acompañantes en el proscenio, quienes no eran otros más que el Mariachi Vargas de Tecalitlán y los Tres Pichones, trío original del Palomo.
Alcanzar la fecha del concierto en buena forma se había convertido en una odisea titánica, que le estaba costando la vida a Luis Decker, productor y mánager de El Palomo de Tecalitlán, y pieza clave en todo su éxito. Sería también gracias a su incansable esfuerzo que lograría convencer a Jairo de colocarse, una última vez, el micrófono cerca de la boca para cantarle al público.
Jairo Solín se negó rotundamente a participar cuando Luis Decker, productor y mánager, fue a rogarle que cantara en el concierto. Decker había conseguido reunir todo: agotó los boletos mediante una gestión impecable de promoción y publicidad, coordinó los ensayos de los bailarines y músicos; sólo Jairo se mostró reacio a colaborar.
Había asistido a un par de ensayos y corridas generales, y sobre aquellos endebles trazos se escenificó todo lo demás gracias a Decker y sus inagotables contactos. Pero el Palomo ahora decía que no, tajantemente. Una pena, porque el incansable carisma de Luis se mantuvo como valiente compañía durante la etapa más crítica de los padecimientos de Jairo.
Dieron las doce de la noche y Decker no respondía al móvil, Jairo comenzó a sentirse culpable. Al final, decidió cantar en el magno concierto de Luis, pero no se vestiría de charro.
Las luces del escenario lo cegaban como soles cercanos. Al caerle, tejían sobre a él una muralla luminosa. Tras esa pared de luz, los miles de rostros que lo aclamaban en el Auditorio Nacional de la CDMX flotaban, invisibles y erráticos, como si el aplauso viniera desde un sueño muy lejano.
Las luces del metro lo cegaron. De regreso tendría que pedir un taxi, o dormir en el departamento de Luis. Pensó que la idea del concierto no era tan mala, y que su amigo había estado demasiado tiempo solo desde que su esposa perdió al bebé.
Ella se desmayó en mitad de un parto complicado, el niño venía de pies. La madre apenas sobrevivió. El bebé murió sin conocer la vida.
El Palomo estaba nervioso y fuera de forma, notablemente pasado de peso. Fue el único concierto en el que no entró a caballo. Lo intentó, incluso lograron encontrar al cuaco capaz de sostenerlo durante toda la función. Pero al final, aquella bestia resultó tan grande que Jairo no pudo abrir las piernas lo suficiente para montarlo, culpa del pantalón y el sobrepeso.
Entró a pie, tambaleando sobre unos hermosos botines de gamuza con tacón alto y corte vaquero. Temblando dentro de un traje ranchero, pues el atuendo de gala jalisciense —que de antaño le otorgó gallardía y presencia— ahora le hacía ver ridículo. Acompañado —por no decir rodeado— del sonidista, el director de orquesta y su trío.
Jairo sudaba profusamente y no dejaba de mirar a uno, sonriéndole con nerviosismo: “Este concierto será el mejor, el mejor”, le decía. Luego hacía lo mismo con otro de sus acompañantes, aferrado a esa frase como quien no se encuentra convencido.
No había querido usar el antifaz, ni portaba la pistola ni el cuchillo: decía que parecía una parodia de sí mismo. Sólo llevaba un traje muy elegante, elegido con buen gusto, unos botines acordes al conjunto y una corbata ceñida al cuello de una camisa abotonada hasta arriba, sin mostrarse apretada.
El concierto sería el mejor, el mejor.
El concierto sería el mejor, el mejor.
Jessica y Luis no tuvieron un embarazo difícil; parecía cuestión de que llegara el día en que el niño naciera y ya. Pero no fue así. La tierna mujer no dejó de culparse pese al pasar del tiempo y su deterioro se notaba gravemente. Aunque la compañía de Luis era atenta y muy cariñosa, rara vez estaba en casa: los conciertos, giras y grabaciones devoraban su agenda y su relación.
El finde semana que Luis tenía pensado ir con ella al campo, la encontró tirada sobre la banqueta. Llegaba a casa ya entrada la tarde, se arrodilló sobre ella pidiéndole perdón en llanto silencioso y diciéndole adiós dolorosamente mientras la cortina de su departamento, en el octavo piso, ondeaba hacia afuera como el guante de la novia de un soldado.
Aquella noche, cuando Jairo alcanzó el metro rumbo al departamento de Luis, lo encontró muerto en uno de los vagones. Había recibido un balazo en el vientre y un navajazo en el costado izquierdo; se desangró lentamente. Los asaltantes se llevaron su cartera, el móvil, el abrigo y los zapatos.
Jairo se sentía terriblemente culpable: su amigo había muerto de forma lenta, dolorosa y violenta. Siendo tan generoso. Creyéndose solo. Pensando que Jairo no cantaría en el magno concierto.
Luis —la única persona que siempre creyó en el talento arrollador de Jairo sobre los escenarios— se apagó creyendo que todo habría sido en vano.
Por primera vez fueron presentados como “Los Tres Pichones y Jairo Solín, el Palomo de Tecalitlán”, nombre que sólo usaban cuando tocaban para ganarse la vida en eventos sociales.
El Mariachi Vargas y la Orquesta Sinfónica de Bellas Artes fueron anunciados por separado ante un Auditorio Nacional abarrotado. La magnitud del público intimidaba en demasía a Jairo, y por ello cantó la mayor parte del repertorio de manera estática, con los ojos cerrados. Sólo los abría al inicio y al final de cada canción.
Se desplazó ligeramente hacia el proscenio y al lado derecho del escenario cuando compartió micrófono con los y las vocalistas del mariachi de su tierra. Se movió a la izquierda cuando le tocó cantar a dueto con los tenores y las sopranos de la Orquesta Sinfónica de Bellas Artes.
El Palomo demostró una profunda humildad y agradecimiento durante todo aquel concierto, grabado y televisado, que más tarde se vendería como álbum en plataformas de streaming, con una duración de tres horas y cuarenta y cinco minutos.
El Mariachi Vargas y la Orquesta Sinfónica de Bellas Artes fueron anunciados por separado ante un Auditorio Nacional abarrotado. La magnitud del público intimidaba en demasía a Jairo, y por ello cantó la mayor parte del repertorio de manera estática, con los ojos cerrados. Sólo los abría al inicio y al final de cada canción.
Se desplazó ligeramente hacia el proscenio y al lado derecho del escenario cuando compartió micrófono con los y las vocalistas del mariachi de su tierra. Se movió a la izquierda cuando le tocó cantar a dueto con los tenores y las sopranos de la Orquesta Sinfónica de Bellas Artes.
El Palomo demostró una profunda humildad y agradecimiento durante todo aquel concierto, grabado y televisado, que más tarde se vendería como álbum en plataformas de streaming, con una duración de tres horas y cuarenta y cinco minutos.
Durante el concierto, una vez superado el pánico de los números iniciales, Jairo rompió en llanto, que ocultó apretando aún más sus ojos irritados por la marea de sudor. Con voz afinada por el llanto confesó cantando ser en verdad una marioneta qué pensaría en ti cien años de poder vivirlos. El público se estremeció con el temblor de su voz, envuelta en sombras nada más. Y así como un payaso sin máscara, admitió no saber si era hombre o bestia sedienta de amor. Declaró su entrega total al paso del tiempo, lejos de su viejo San Juan.
Los reporteros no cabían en el hospital. Se amontonaban en los estrechos pasillos de urgencias y la recepción, apelotonándose con micrófonos en alto y cámaras encendidas. La situación se salió de control, las autoridades se vieron obligadas a replegarlos mediante la intervención de las fuerzas policiales.
Fue su expareja quien, con desdén y fastidio, declaró ante la prensa que Jairo se había caído en el baño por encontrarse completamente borracho y marihuano. Aquello era cierto, sí. Sin embargo, Jairo Solín —el Palomo de Tecalitlán— fue sorprendido por un derrame cerebral mientras se duchaba.
Vivía solo desde hacía mucho tiempo. Por eso lo encontraron ya rígido, en una postura post mortem tan patética como aterradora.
Se preguntó dónde estaría su negra, que la quería ver ahí. Recordó el pueblito de Tlaquepaque y sus olorosos jarritos, que recorrió como un gavilancillo entre las nopaleras.
Durante los aplausos finales que inundaron once minutos en el reloj, Jairo estrechó la mano de cada músico. A todos les dijo:
- Fue un buen concierto ¿No?
La mayoría se mostró torpe al responder, limitándose a decir "sí" o a asentir con la cabeza. Sólo el director de la orquesta, casi llorando tuvo la entereza de decir:
- El mejor, maestrazo, el mejor...
Jairo asintió, jadeante, cansado y sudoroso. Agradecía. Y lamentaba —silenciosamente— la inmolación que su amigo Luis Decker había atravesado por verlo ahí.
La noticia de la muerte del Palomo de Tecalitlán recorrió naciones enteras, arrastrando consigo la polémica sobre las causas. Las versiones de su expareja y de los doctores compitieron por coronarse con la verdad. La noticia pronto se desvaneció en el vértigo de los tiempos contemporáneos.
Un charro negro de antifaz, con cuchillo y pistola ceñidos al cinturón, ha sido visto por algunos vecinos. Canta a una ventana en la penumbra, y a veces se asoma un niño que lo observa atento, aplaudiéndole admirado cada concierto como si ya conociera cada canción, reconociendo a la voz que le habla de amor desde más allá de las sombras de la muerte.
Desaparece entre las sombras de la noche cuando la madre se asoma o sale.
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