Pedro Rodante era lo que se conoce como un estafador de guante blanco. Graduado en relaciones internacionales, comprendió pronto que su conocimiento podía procurarle una buena vida sin mayor esfuerzo. Para ello, sólo necesitaba persuadir a los menos astutos para que le entregaran su dinero... algo que, para él, resultaba sencillo. Su labia afilada y su demagogia sutil calaban hondo en quienes mostraban mayor sensibilidad —por no decir vulnerabilidad—a la manipulación: los jóvenes.
Para poder llegar a ellos, Pedro comprendió que debía encarnar una figura de autoridad que los jóvenes aceptaran por voluntad propia: un profesor. Así, colocó su currículum y solicitud de empleo en las bolsas de trabajo de numerosas escuelas de nivel medio superior y superior, postulándose como docente de inglés. Siendo aceptado en varias de ellas.
Con el paso del tiempo, reunió el capital suficiente para afianzar cursos y talleres sobre culturas prehispánicas. El más popular de todos fueron las sesiones de temazcal, que ocupaban medio fin de semana. Para no levantar sospechas, desviaba cualquier conversación hacia su temazcal, envolviendo la charla en un manto de misticismo, de tradición y bienestar.
Vestía ropa de manta blanca y sandalias; dejó crecer el cabello y la barba hasta parecer un hippie. Se las arreglaba para colarse en tantas actividades como fuera posible, tanto dentro como fuera de la universidad donde impartía clases. Mantuvo una relación con la maestra de danza folclórica, y bajo el pretexto de visitarla, se acercaba al grupo de estudiantes que integraban el taller—numeroso, diverso—para invitarlos, enredándolos con labia infinita, a su temazcal.
“Órale, qué padre bailan,” decía Pedro Rueda al entrar, luego de observar los ensayos del alumnado. Saludaba a cada uno con choque de palma y puño, construyendo complicidad. “A ver cuándo me invitan a bailar con ustedes, porque yo así no sé bailar.”
“¿De qué manera baila usted, profe?” preguntó la maestra de danza, simulando una charla entre colegas. Su presencia, sin embargo, tenía otro propósito: evitar que alguna estudiante resbalosa se dejara seducir por el encanto del maestro.
Fue entonces cuando Pedro comenzó a hablar de danza prehispánica. Desplegó su conocimiento sobre la idiosincrasia de antiguos rituales religiosos que hoy sobreviven transformados en coreografías ceremoniales. Tal vez estas palabras, puestas en texto, suenen burdas o incluso tediosas, pero en su voz cobraban otro peso: carismático, hipnótico, casi festivo.
Con destreza, redirigía la conversación hacia sus talleres sabatinos de danza prehispánica. Cada sesión interpretaba la danza correspondiente al día señalado, según la supuesta medición del calendario mexica y la entidad que gobernaba esa jornada—sol, lluvia, viento, jaguar, caña… procurando encarnar con la mayor fidelidad posible aquellos antiguos movimientos. A las once concluía el taller, y quienes lo desearan podían quedarse para el temazcal.
"¿Qué es el Temazcal?" preguntó uno de los muchachos, ya prendado del carisma del profe.
“Ah, pues mira,” respondía el profe Pedro con entusiasmo. “A un costado del primer cuadro de Blas Hernández, como si fueras rumbo al Nuevo Tianguis, hay un terreno amplio, grandote. Ahí está mi temazcal: una construcción de piedra donde se vaporiza agua con aceites esenciales, y uno medita con la finalidad de sanar, equilibrar, relajarse... ya sabes.”
La invitación quedaba hecha. Poco a poco, Pedro Rodante fue ganándose la confianza de los estudiantes, en especial de las jóvenes.
Actualmente se sabe que la historia del profesor terminó mal. No sólo con la maestra de danza, sino con otras docentes y con una multitud de alumnas. El patrón era el mismo: se acercaba a un grupo de jovencitas que orbitaban a su alrededor, y entre ellas elegía a una, su “favorita”. A veces con sutileza, a veces con descaro, le otorgaba ese título en voz alta, provocando fricciones entre las demás, que no tardaban en volverse contra la elegida.
El abuso, tarde o temprano, ocurría. Era visible en el cambio de las chicas: se alejaban, inseguras, desconectadas del maestro y de todo aquello que antes parecía iluminarles. De ahí en adelante, sus caminos divergían: algunas continuaban, cargando el peso silencioso de lo vivido; otras cambiaban de carrera, de universidad. Algunas entraban en terapia o en centros psiquiátricos buscando sanar. Y otras caían en las grietas de las adicciones y sus bifurcaciones: depresión, suicidio, degradación física y emocional, cárcel, prostitución... destinos rotos que el dolor despliega sin aviso.
Mientras la vida de sus víctimas se desmoronaba, el profesor se mantenía impune. Él y su séquito continuaban sin consecuencias, sin quebranto. Pedro Rodante marchaba con la frente en alto, el pecho henchido, y la conciencia tranquila.
En una de sus tantas acechanzas sobre los jóvenes incautos, el profesor Pedro fue abordado por un estudiante llamado Rafael. Tenía la mirada encendida por la curiosidad y el entusiasmo. Ese tipo de muchachos también le eran útiles: mantenían vivas las actividades culturales que encubrían el verdadero propósito del maestro, ayudando así a pulir su fachada.
Pedro lo atrajo con naturalidad, invitándolo a acompañarlo en el largo trayecto que cruzaba el campus: desde el gimnasio, enclavado en el extremo oriente, hasta la Puerta 1, al otro lado de aquel vasto terreno universitario. Mientras caminaban, Rafael aprovechó para preguntarle sobre algunos temas en los que Pedro, con voz segura y
ojos brillantes, parecía tener dominio.
—¿Sabe usted qué son los nahuales, maestro? —preguntó Rafael, los ojos encendidos por una mezcla de asombro y hambre de saber.
—El nahual... o el tonal —respondió Pedro, bajando la voz como si iniciara un ritual verbal—. Los hombres ibéricos lo llaman alma. Pero para nuestros abuelos, el tonal es también esa parte del ser capaz de entrar en contacto con lo que hoy llaman el bajo astral. El nahual es una criatura de la naturaleza que nos guía y protege desde el nacimiento. En los pueblos prehispánicos se representa como un animal o un elemento natural. La creencia es muy antigua, tan antigua que en cada región de México se cuentan versiones distintas... y parecidas. Hay comunidades que realizan ceremonias para despertar y unificar el tonal con el ser y con el plano físico.
—¿Y esos ritos, en qué consisten?
—Depende... acuérdate que México es un país megadiverso —dijo Pedro, con la voz entre docente y hechicero—. Hay regiones donde, cuando nace un niño, se coloca un círculo de cenizas de tortilla afuera de la casa durante sus tres primeras noches allí. En la mañana hay que observar qué apareció dentro del círculo: gotas de rocío, una hoja, plumas, huellas de animal... lo que esté ahí será el nahual del niño. Y cuando llegue la adolescencia, se le lleva a un ritual para despertar esa conexión, para unificarlo con su tonal.
—¿Despertarlos? ¿Como si estuvieran dormidos?
—Así se cree. Hay quienes dicen que pueden invocar a su nahual con fines constructivos... o destructivos. Se cuenta que, en la Noche Triste, los guerreros águila y jaguar se convirtieron en nahuales en un último intento por expulsar al invasor de la ciudad.
—¿Cómo son esos nahuales? —preguntó la nueva consentida, que había escuchado con atención cada palabra de la conversación. Pedro giró hacia ella con una sonrisa suave, casi paterna.
—Cuando son animales, mi niña, se transforman en el que les representa: jaguar, lobo, cocodrilo. Algunos dicen que adoptan una forma intermedia… ni bestia ni humano. Los que nacen bajo el tonal de una planta, como la caña, suelen tener dones particulares: saben beber con maestría, o dominan el arte de la herbolaria como si les hablara la tierra misma. Los niños nahuales son juguetones... les gusta robarse las ollas de tamales en las fiestas o los juguetes que ven en manos ajenas.
—¿Y cómo se puede identificar a uno? —susurró ella, con la curiosidad encendida. Pedro agravó su voz, como si temiera que el viento los escuchara.
—Es imposible, corazón. Algunos se nombran nahuales abiertamente, sobre todo quienes eligen el camino del chamanismo. Usan ropa especial, símbolos, amuletos que los delatan. Pero la mayoría guarda el secreto. A veces ni su familia lo sabe. Es un don... o una condena, según a quién le preguntes.
—¿Y se les puede detener? —interrumpió Rafael, con impaciencia. El profe Pedro lo miró con calma, como quien conoce secretos que a los demás inquietan.
—A un nahual ya transformado, sólo mediante rituales. Puedes matar al portador humano cuando está en su forma natural, sin transformación... pero si lo haces con dolo, si cruzas esa línea, entonces vuelve. Regresa desde la tumba en forma de animal, y no descansa hasta acabar contigo... y con quienes amas, con los que intenten protegerte. Algunos, dicen, incluso regresan después de consumada su venganza.
Por algún motivo, son sensibles a la imaginería cristiana: crucifijos, imágenes sagradas, agua bendita. En los pueblos humildes, cuando una bestia comienza a matar ganado y gente, muchos creen que se trata de un nahual. Entonces funden el cáliz, la patena, la custodia -objetos de plata o de oro- bendecidos durante misa, y con ello forjan balas, cuchillos, puntas de lanza. Si el ser es sólo un animal, morirá por las heridas. Pero si es un nahual, caerá por la santidad del metal.
La consentida, que lo había escuchado sin parpadear, preguntó en voz baja:
—¿Son peligrosos los nahuales?
Pedro le sonrió, y en sus palabras hubo una mezcla de ternura y sombra:
—Un nahual es tan peligroso como la persona que lo porta. Si es alguien roto, oscuro —un asesino, un psicópata— usará esa fuerza para destruir: robar cosechas, matar ganado, tomar lo que no le pertenece… incluso mujeres. Pero si el alma que lo lleva es limpia, entonces será guía y protección. Al final, el nahual es aquella parte salvaje dentro de la naturaleza humana
Habían llegado los detectives. Ordenaron a los oficiales de policía acordonar la zona, bloquear el paso con instrucciones claras y precisas, y solicitaron a Tránsito que agilizaran—en la medida de lo posible—el embotellamiento que había paralizado los accesos. El equipo especial nunca apareció. En su ausencia, los oficiales de la policía municipal se enfundaron todo el equipo de protección disponible: chalecos antibalas, cascos, muñequeras, coderas, rodilleras. Tomaron las armas pesadas de las patrullas y fusiles de un solo cañón.
Los vecinos habían reportado el ataque de un animal salvaje contra los participantes del temazcal. No pudieron dar muchos detalles: desde las azoteas, entre el vapor, sólo alcanzaron a ver movimiento, gritos, confusión. La policía municipal llegó rápido; el incidente ocurrió en el primer cuadro de la ciudad Blas Hernández, a escasos metros del centro histórico. Pero no estaban preparados para enfrentar a la criatura descrita como un oso de tamaño colosal.
Las pistolas semiautomáticas de 9mm Parabellum, trece tiros por cargador no bastarían. Matar al animal estaba prohibido, así que esperaron. Una hora después, sólo cuatro detectives arribaron al lugar. Llevaban armas largas y órdenes inciertas. Instruyeron a los oficiales a protegerse con lo que tuvieran a la mano. Idearon un plan suicida: usar una llave maestra para abrir el zaguán sin derribarlo, y volver a cerrarlo si fallaban. Dos de los detectives treparon las bardas: uno para vigilar las salidas del salón general, el otro, la del temazcal.
Una vez encaramados en los bordes, vieron. Seis cuerpos. Desparramados. Desmembrados. Regados por todo el terreno.
—Las puertas del salón y del temazcal están cerradas. Los cadáveres son de los que no lograron refugiarse — informó uno de los detectives desde la barda—. Las huellas del animal están bien marcadas, a pesar del césped. Debe ser enorme.
—Entendido. Entramos —respondió el detective jefe del operativo.
Abrió únicamente la puerta pequeña del zaguán. Diez hombres cruzaron con él. La estrategia original contemplaba dos equipos de cinco, cada uno liderado por un detective, pero el estado de los cuerpos y la profundidad de las huellas obligaron a no dividirse. La orden fue clara: avanzar en grupo. Si el animal atacaba, lo enfrentarían juntos.
—¡López!
—Sí, detective.
—Manténgase detrás de mí. Iremos primero al temazcal. Lo abriré. Si el animal está ahí, yo seré la carnada. Usted dispare una sola vez y repliéguese. El resto de la unidad que se encargue de freír a la bestia. Usted corra en dirección contraria a la mía. ¿Entendido?
—Sí, detective.
—Dos líneas de tiro: cuatro armas cortas al frente, cuatro fusiles detrás. Mucho cuidado. Este animal no parece querer alimentarse… parece desesperado por huir.
Llegaron al temazcal. La estructura de barro era pequeña, parecida a un iglú. El detective usó la llave maestra. El vapor encerrado escapó en nubes espesas. Cuando se disipó, no encontraron ningún animal… sólo restos: brazos, piernas, mechones de cabello y ropas arrancadas con una violencia brutal. Ningún cuerpo se mostraba completo.
—¡López!
—Sí, detective.
—Mantenga la formación. Vamos al salón principal.
—Sí, detective. ¡Mantengan la formación, avancen!
El grupo se movilizó. El césped amortiguaba los pasos, pero aun así avanzaron con la máxima cautela. Desde la barda, uno de los detectives se desplazó hasta la esquina que colindaba con una casa vecina. Desde ahí divisó una parte oculta del salón general. De inmediato, se comunicó por radio con su compañero, el que lideraba el grupo armado.
—Detective… el animal está ahí. Repito: el animal se encuentra dentro del salón principal. Proceda con extrema precaución.
—Entendido, Zlatan. ¡López! ¡Montiel! Uno en cada orilla del marco. Yo dispararé desde el centro. El resto, desde la ventana reventada en aquel muro. No abran fuego hasta que lo hagamos desde aquí. Si no lo abatimos, correrá hacia nosotros primero. ¡Andando!
La llave maestra giró. La puerta del salón principal, que por fortuna se abría hacia afuera, se abrió de golpe. El silencio fue reventado por la ráfaga inicial: tres detonaciones desde la puerta, seguidas por el coro brutal de los tiradores apostados en la ventana rota. Pero el animal no se inmutó. Con un berrido que heló la sangre de los diez hombres, corrió hacia la ventana contigua a la entrada. Un salto imposible para un animal tal grande. La criatura atravesó el vidrio y los fierros de protección violentamente.
El detective y sus dos apoyos retrocedieron al grupo, aún incrédulos por lo que acababan de presenciar.
—No puede ser... ¡Dios mío!
—¡Cállate, López! ¡Montiel!
—Sí, detective…
—¿Está usted bien?
La ventana había explotado a escasos centímetros de Montiel. Un trozo de cristal se había incrustado en el chaleco, justo a la altura del corazón.
—Sí, detective… ¡Vamos!
La compañía se desplegó por todo el patio. El extraño animal—parecido a una hiena, pero con el tamaño colosal de un hipopótamo—se había resguardado detrás del temazcal. El detective avanzó con lentitud, los oficiales cubriéndolo, rodeando el estúpido iglú de barro y piedra caliza. Sudaba frío; apretaba las mandíbulas para contener el temblor que le subía por los brazos. De un brinco quedó detrás del Temazcal.
Lo encontró tendido en el césped, un muchacho desnudo, cubierto de sangre, pero ileso, respiraba con dificultad. Dos oficiales lo asistieron. El resto buscó a la criatura por todo el terreno, pero no la hallaron.
En la esquina trasera del temazcal, un enorme árbol de pirul conectaba el patio con la calle. Libraba la barda sin problema, y su follaje denso podía haber servido como refugio o vía de escape. También cabía la posibilidad de que el animal estuviera aún oculto entre las ramas. Por eso, cuando el equipo especial llegó horas después, se decidió incinerar el árbol. Pero no encontraron nada. El animal se había esfumado.
Una vez trasladado a la Cruz Roja, el joven fue interrogado durante horas por los cuatro detectives a cargo. Su relato, entre temblores y lapsos de silencio, describía una dinámica dentro del temazcal: un ritual de purificación del cuerpo, la mente, el alma y el mundo mismo. Pero entonces, surgió un animal enorme entre ellos, como proveniente de una dimensión distinta. Atacó con furia asesina, con saña ritual: arrancaba cabezas, brazos y piernas con zarpazos; destrozaba cuerpos con garras de una fuerza sobrehumana.
A uno lo apresó del cuello con sus poderosas fauces y lo arrojó contra el grupo que se agolpaba en la salida, tratando patéticamente de escapar. Pero el espacio reducido sólo multiplicó el caos: caídas, empujones, gritos que se ahogaban en vapor y sangre. Los que lograron salir fueron perseguidos por la bestia en el jardín, donde los alcanzó… y los hizo pedazos.
Durante aquella persecución, la criatura atrapó a varios con sus fauces, sacudiéndolos violentamente, desmembrando sus cuerpos, lanzando por los aires fragmentos humanos, como un perro que juega con su presa.
Fue en ese momento, escondido detrás del temazcal, que el muchacho se desplomó. La conmoción de ver a sus compañeros ser masacrados —y de encontrarse a sí mismo cubierto en sangre y vísceras ajenas— lo venció por completo.
Después, serían los peritos quienes reconstruirían los hechos. Concluirían que el resto de los participantes logró refugiarse en el salón principal... pero la bestia irrumpió por una de las ventanas, atacando con una furia desmedida. Devoró a los presentes. No todos los cuerpos fueron recuperados completos
Los veinticuatro participantes del temazcal, a excepción del joven sobreviviente, murieron de forma dolorosa y violenta. De los veintitrés cuerpos recuperados, únicamente fue posible identificar a dieciocho, entre los cuales se encontraba el cuerpo del maestro Pedro Rodante, organizador de las ceremonias. La confirmación se logró sólo mediante pruebas y análisis de laboratorio. El estado semidesnudo de los cadáveres—producto del ritual que se celebraba dentro del temazcal—dificultó el reconocimiento y la identificación, sumando otra capa de misterio al horror del suceso.
Una vez tomadas las declaraciones del joven y del matrimonio que desde su azotea presenció como los chicos salieron corriendo del temazcal y se refugiaron en el salón principal, los detectives se dispusieron a irse.
"Es todo por ahora"
"Está bien, detective"
"Vaya a casa, descanse y recupérese del trauma, Rafael."
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