domingo, 3 de mayo de 2020

Un Pútrido Demonio. Parte I: Renacimiento

Era una comunidad pequeña, muy cercana al centro del ya desparecido municipio de Blas Hernández. Un pequeño grupo de emprendedores y funcionarios públicos juntaron sus ahorros para comprar el amplio terreno que ahora constituía el fraccionamiento Fontanares: un extenso espacio de varias yardas con casas de espaciosos patios y grandes jardines traseros, cómodas habitaciones y ninguna de aquellas pintorescas residencias tenía menos de dos pisos; casas de ricos al fin, separadas varios metros las unas de las otras.
   Del lado poniente de Fontanares corría un apestoso manantial de aguas negras. Su caudal fue en otro tiempo un río fuerte y calmo, por el que se veían nadar algunas truchas y mojarras en los días finales de primavera, teniendo su auge en los días más calurosos del verano. Naturalmente que dicho río fue la segunda víctima de la erección del fraccionamiento luego de los árboles; cuando éstos fueron talados o removidos para aplanar el terreno, el pobre río fue asaeteado impíamente por el sol y sangró resequedad en varios puntos, además, algunos vecinos conectaron directamente sus drenajes al río debido a que el presupuesto no alcanzó para un correcto sistema de alcantarillado. Así, la vena del caudal se pudrió, la disminución de las aguas obligó a los montones de mierda expulsada por los vecinos a quedarse atascada en el fondo del raquítico manantial, cuyas cada vez más escasas aguas fueron incapaces de arrastrar toda esa inmundicia, disminuyendo así la rapidez del cauce, el agua se estancó y los peces murieron llenando de moscas el caudal y por fin, se convirtió en el pútrido y apestoso manantial que penosamente corría a espaldas de las casas que de vez en cuando seguían empachándolo de soretes y demás venenos inmundos.
   Al otro lado del manantial se encontraba la Colonia, un barrio obrero poblado de casitas grises construidas apretadamente entre los cerros. Se conectaba con el fraccionamiento a través de un penoso puentecillo de cemento que atravesaba el manantial a escasos metros de las turbias y pestilentes aguas negras, sobra mencionar que los habitantes de Fontanares nunca utilizaban dicho puente, que era atravesado sólo en las horas oscuras de la madrugada y de la noche por los y las personas de la Colonia que se dirigían a sus trabajos, ellos agradecían la construcción del fraccionamiento pues gracias a éste un pedazo de cerro se convirtió en la escalera que daba al puente y sólo bastaba cruzar un pedacito de fraccionamiento para llegar a una parada de camiones que los ricos acondicionaron. Los dueños del fraccionamiento, en cambio, lamentaban la decisión, pues detestaban tener que mezclarse con aquella gentuza de comportamiento hostil y desagradable.
   Para los ricos, los habitantes de la Colonia parecían animales, pues sólo andaban en las horas sin luz, sus esposas, las que no trabajaban, pasaban el día entero encerradas en sus casas o al menos eso decían porque, como ya se mencionó, nadie del fraccionamiento iba jamás a la Colonia.
   Nadie salvo algunos niños quienes en la travesura de desobedecer a sus padres cruzaban el puente y se adentraban en las calles cercanas. Los más sensatos contaban a sus amigos que había una subida bastante pronunciada coronada de su lado izquierdo por una papelería, perpendicular a la calle de la cuesta, una avenida antigua con una tiendita y más nadie había visto. Otros chicos narraban pavorosas experiencias, algunas simplemente transmitidas de grandes a chicos, que se habían vuelto bastante populares nutriéndose en detalles gracias al boca a boca.
   Una de las tantas habladas refería que los habitantes de la colonia tenían la piel más oscura de lo normal y que, al hablar con extraños, sus acentos eran golpeados y agresivos y de igual modo sus actitudes para con los desconocidos eran hostiles, como bien afirmaba un grupo de chicos que fueron perseguidos por un habitante de la colonia que los vio mientras daban una vuelta en bicicleta. 
   Otra de la historias hablaba acerca de una obrera que pasaba por el puente a medianoche, cuando fue interceptada por otro habitante de la Colonia quien la forzó a concebir un hijo con él, reteniéndola en su casa y alimentándola con sus excrementos y su orina hasta que por fin dio a luz a un niño. Una noche nauseabunda, pues el calor del verano secó el manantial provocando que inmundos vapores emanaran de éste, la mujer logró escapar de la casa de su raptor completamente vestida de negro con el niño de tres años dormido entre sus brazos. La desdichada caminó sigilosamente por las odiosas tinieblas hasta llegar al puente y ahí, falta del coraje suficiente para cometer sus ignominiosas intensiones, echó una última y lastimera mirada sobre aquel engendro abyecto fruto de la desgracia y la maldad lo cual le dio el valor suficiente a sus brazos para abrirse, dejando caer a la inocente criatura a las aguas del manantial. Después de esa pútrida noche nunca más se volvió a saber nada de aquella mujer.
   Esta fantasía infantil fue alimentada por el relato de don Agustín, el velador del fraccionamiento, el cual refería que una noche, en la que el manantial hedía más de lo normal, vio a lo lejos a una mujer, completamente vestida de negro, salir corriendo del lúgubre callejón que daba al puente. Don Agustín no solía acercarse ni a cien metros del callejón aquel pero, temiendo que la mujer huyera de alguien, desenfundó su viejo pero bien mantenido revolver y la linterna; era imposible que la mujer le hubiera visto y aún de haberlo hecho no se detuvo y decidió continuar con su frenético escape. El velador se acercó lentamente y se adentro en la profundidad del callejón que en aquellos días no contaba aún con ningún tipo de alumbrado, iluminado apenas por la linterna y ya envuelto por entero en aquella hedionda oscuridad, Don Agustín comenzó a descender las escaleras muy lentamente mientras su pecho se oprimía por una, despreciable sensación de macabra incertidumbre que aceleraba incontrolablemente el fluir de su sangre obligando a su corazón a golpetear de manera salvaje en lugar de latir sorprendiendo al duro hombre cuando se dio cuenta de que debía poner especial empeño en mantener su linterna quieta y que le faltaban manos para secar las gotas de sudor que se agolpaban en su rostro. Una vez en el puente, una leve pero constante llovizna se desató iluminando por momentos la casi total oscuridad con algunos relámpagos ausentes de truenos.
   Sin poder entender la atmósfera de horror que brotaba de aquellas pútridas aguas, don Agustín se paró justo a la mitad del puente, pues temía acercarse más a la colonia, no había ni una sola alma en ese lugar; de repente, su corazón se detuvo un instante para seguir latiendo ahora con más violencia, mientras su mirada perdía toda ubicación debido a la contracción repentina de sus músculos fruto del salto que pegó cuando escuchó llorar a un bebé, el llanto parecía venir del manantial, así que mandó el haz de su linterna hacia las aguas, sin poder ver nada. El llanto continuó un rato, sin duda provenían de debajo del puente, donde la leve luz de la linterna no podía iluminar y sin duda se trataba del llanto de un bebé, pero con la llovizna el nivel de las aguas comenzó a subir y el llanto se convirtió muy lentamente en un burbujeo y, después, en silencio. El velador avisó al señor Zambrano, uno de los habitantes más antiguos del fraccionamiento, quien llamó a la policía, no tardaron mucho, sin embargo, no encontraron ningún niño.
   Conociendo a los adultos, cuyo recelo hacia los habitantes de la Colonia no impedía las expediciones clandestinas de sus hijos ni sus largas estancias en el puente, era probable que hayan inventado todas aquellas historias, que contrariamente no hicieron más que alimentar el morbo de los niños y estimularon aún más sus viajes a la Colonia.

En la residencia de los Zambrano, una de las primeras familias en alojarse en Fontanares y una de las más respetadas, se tenía una idea bastante diferente de la gente de la Colonia. Comprendían que la falta de oportunidades propias de la clase media baja generaba estrés en sus habitantes, que la razón de salir tan temprano de sus casas y volver tan de noche no era otra más que largas jornadas de trabajo y lo lejano de las fábricas a las que iban todos los días a laborar. Eso sí, el propio señor Zambrano sabía que otro problema de un barrio de esa clase social era la inseguridad y más miedo le tenía a los pandilleros, robachicos y asaltantes que pudieran poner en peligro a los chiquillos que se aventurasen solos o acompañados por la Colonia que a cualquier monstruo o criatura producto de la ficción.
   Zambrano hacía su esfuerzo por parar la diseminación de aquellas historias ridículas que solamente incitaban a los niños y jóvenes a cruzar el puente para comprobar la veracidad de las mismas, por lo que no dudó en reprender no una sino varias veces a Don Agustín por contarle su anécdota del niño arrojado del puente a los chiquillos
-  No es ningún cuento, señor- afirmaba el velador.
- Acuérdese que esa misma noche bajaron muchos oficiales y no se encontró a ningún niño- le reprendía el señor Zambrano - ni aquí ni a varios kilómetros río abajo.
- Porque el agua del manantial subió mucho por la llovizna, aquí no fue mucho, pero más arriba en Cahuacán hubo chubasco y de ahí viene el agua que alimenta al manantial
- No me mareé más, ya no le cuente eso a los niños.
   Terminaba siempre así aquella conversación, no obstante, siempre había un niño o niña contando por ahí la historia que le contó el velador. Además, recientemente, Don Agustín había escuchado ruido en el manantial a diferentes horas del día y de la noche, advirtiéndole a los jóvenes que no se quedaran mucho tiempo ahí y que, más importante aún, no bajasen por ningún motivo.
   Uno de aquellos niños era el propio Erick, hijo del señor Zambrano, quien se había obsesionado con las historias del velador y en especial con aquella que contaba sobre el bebé arrojado a las aguas negras. Aquella noche pútrida, Erick había escuchado desde su habitación, cuya ventana daba al puente, los llantos desgarradores de un bebé y vio al velador intentar vislumbrar algo con su linterna infructuosamente. Habían pasado ocho años desde aquella noche, pero el muchacho todavía solía trepar por el enorme y frondoso árbol de aguacate en su patio trasero para pasar largas horas observando el manantial en busca del bebé arrojado que tendría entonces diez años - de ser ciertos los relatos - apenas un año menor que el cada vez más introvertido Erick Zambrano.
   Sentado en una robusta rama, Erick veía la vida suceder, le gustaba ver trabajar a Silvestre, un jardinero que solía laborar tanto en la Colonia como en Fontanares, la gente le tenía bastante confianza, tanta que acostumbraban no echar cerrojo a las puertas y dejar que Silvestre trabajara largas jornadas en los jardines traseros, fue Silvestre, de hecho, quien plantó el robusto árbol de aguacate cuando el padre de Erick recién compró el terreno para su casa- No obstante, aquel moreno y gordo jardinero no hablaba con nadie, parte de su celo profesional, pues era mejor mantener una relación distante con sus clientes para no despertar suspicacias de ningún tipo entre los vecinos
   Silvestre era alto y robusto, media casi dos metros de altura y poseía una prominente barriga además de una espesa barba de leñador que era el único tipo de vello en su cabeza, pues era calvo completamente y sus cejas y pestañas eran muy delgadas; su piel era morena y estaba requemada y curtida por el sol, por lo que su aspecto resultaba bastante imponente e intimidante, además en sus ojos se reconocía que había visto mundo y sólo Dios sabía cuánto. No obstante su hosco aspecto, hacía su trabajo con total delicadeza: los arrayanes quedaban bien parejitos y floreaban y daban fruto espléndidamente cada temporada; el césped quedaba con la altura y el volumen ideales sin marchitarse; los árboles cobraban vida nueva cuando los podaba y, añadido a todo esto, cobraba barato por sus servicios y poseía conocimientos de albañilería, plomería y carpintería. La única persona en el fraccionamiento que no terminaba de confiar en él era el propio Don Agustín, quien sacando un poco de charla con el jardinero supo que éste vivía y había nacido en la Colonia, motivo que lo mantenía vigilando las dos cuadras aledañas a la casa en que trabajaba Silvestre.

A Erick le gustaba ver trabajar a Silvestre pues permanecía siempre en silencio, ensimismado en su labor y sin percatarse del pequeño espía de los árboles, pues la rama en que el muchacho se encaramaba estaba rodeado de ramas más delgadas y bastante frondosas que le ocultaban efectivamente. Una tarde en la que Erick veía al jardinero regar con un aspersorio de mano las flores de un bello durazno, cuando escuchó un ruido provenir del manantial. Dicho ruido era la inquieta armonía de un forcejeo compuesta por el aletear desesperado y el cacareo aterrado de un gallo sometido por un chico de unos diez años que mantenía sus rodillas encima de las patas del animal, con la mano izquierda mantenía las alas de la robusta ave hacia atrás y con la derecha sujetaba la cabeza del gallo para evitar ser picoteado; el niño mordió entonces a su presa justo en la parte más ancha de la pechuga, provocando que borbotones de sangre salieran despedidos por todos lados y miles de pequeñas gotitas carmesí salpicaron su rostro; con una sacudida violenta, el infante desprendió un gran trozo de carne y el ave lanzó un último grito de desesperado horror y muerte, convulsionándose bruscamente mientras era testigo de cómo su captor mascaba el trozo arrancado para engullirlo con todo y plumas. 
   Incapaz de realizar movimiento alguno, víctima del horror, Erick simplemente se aferró a la robusta rama con las sudorosas manos, esperando que las hojas evitaran que fuese descubierto, quiso voltear hacia otro lado para hacer de cuenta que nada vio, pero fue tarde, el niño o demonio aquél que devoraba un gallo vivo en el manantial ya lo estaba mirando fijamente de manera inexpresiva. El extraño y odioso ente se puso de pie y le sonrió a Erick, estaba completamente desnudo, en sus axilas y rodillas existían grotescas costras de mugre que se mantenían húmedas en los pliegues, unas manchas asquerosas daban a su cuerpo entero un ignominioso aspecto, su largo cabello asemejaba a un arbusto enmarañado y endurecido de a saber cuánta inmundicia; mantenía el ojo derecho cerrado y su miembro comenzó a erectarse. El niño o demonio tomó a su presa del suelo y, sin dejar de sonreír ni de mirar a Erick, lo sumergió largo rato en las pútridas aguas del manantial, sacándolo de ahí, lo llevó inmediatamente a su boca y lo sostuvo con los dientes. Una vez libres sus manos infectas usó los dedos de éstas para levantar su párpado muerto, mostrando un ojo podrido casi enteramente negro pues pústulas de pus y algunas llagas agregaban matices blancos y sanguinolentos. Tras aquellos eternos instantes, el horroroso ente se adentró en las aguas del manantial y caminó cuesta abajo llegando a una zona donde el nivel del agua alcanzaba sus muslos y se sumergió por entero ahí. Las ondas en el agua provocadas por el buceo de aquel demonio le indicaron a Erick que el chico se quedó oculto debajo del puente, por el cual pasó una señora unos instantes después.

Herejía y Fe*

Quisieron hacerme creer que no te merecía; todo el mundo estaba de acuerdo, menos yo.   Quisieron hacerme sentir que no merecía tu cariño y ...