lunes, 27 de abril de 2015

Los Hombres con los Ojos Vendados

En algún pueblo de cualquier lugar, se encuentra una pintoresca plaza cívica, en uno de sus extremos podemos ver un pintoresco kiosco que termina de darle belleza y encanto al lugar. Hasta el otro extremo de la plaza, se encuentran casi juntos un templo y el ayuntamiento. 
   Todos los días, desde muy temprano y hasta muy tarde, la plaza está llena de gente, varones, mujeres, niños y ancianos. Todos ellos se aglomeran en la plaza que cada día parece ser más pequeña para la creciente población que ahí se reúne. Dichas personas están tan apretadas en esa plaza que no necesitan ni siquiera hacer un esfuerzo por estar de pie, debido a que se recargan unos sobre otros sosteniéndose así la gran masa de gente.
   Dichas personas se encuentran todas orientadas en dirección al kiosco y quedan de espaldas al ayuntamiento y al templo, quizá ni siquiera sepan de su existencia ni de sus funciones, pero no les interesa, ellos están ahí para escuchar. Simplemente para eso.
   Cada uno de los individuos allí reunidos, tiene los ojos vendados con una gruesa tela de color negro tan apretada que apenas y les permite respirar, podrían quitársela, de no ser por que sus manos están fuertemente atadas a un espejo, en el cual no se pueden reflejar.
   Pero no es necesario reflejarse, pues hay una persona en el templo y otra en el ayuntamiento, ninguna de esas dos personas tiene vendas ni manos atadas, están libres y desde sus respectivos lugares, día tras día, le gritan a la multitud:
- Han nacido ciegos y tullidos, pero no se preocupen, no necesitan hacer nada, nosotros haremos todo el trabajo por ustedes, seguimos mejorando para su bienestar- grita el hombre del ayuntamiento.
- No necesitan verse los unos a los otros para distinguirse ¿Para qué quieren distinguirse? Si todos son completamente iguales- grita el hombre del templo.
   Así pasan las horas, las personas confundidas y aturdidas por los gritos y el calor se dedican a escuchar pasivamente, mientras esperan a que llegué la comisión.
   La comisión son otro grupo de personas, las cuales llegan en vehículos que transportan comida y bebida para todas las personas que se reúnen en la plaza, las personas de está comisión tienen las manos y los ojos libres, pero los labios pegados y cosidos, por lo que no pueden pronunciar ni una sola palabra. Se dedican a cumplir su labor: que consiste en alimentar a las personas de la plaza para que no desfallezcan, las refrescan, sacan a los ancianos o niños que murieron sofocados y se los llevas lejos de ahí, nadie sabe a dónde.
   Cuando la noche llega, otra comisión llega para llevar a todos los individuos a sus casas, alimentarlos y dejarlos en sus habitaciones para que estén listos al día siguiente, cuando vuelvan para llevarlos nuevamente frente al kiosco.

   En los hospitales, fábricas y demás instituciones habitan también hombres que tienen sólo la boca cosida, ellos ven los horrores que se suscitan en la plaza, pero no pueden decir nada, si lo intentan se lastimarán y nadie quiere lastimarse, además, los individuos de los altos mandos: políticos, empresarios etc. No tienen la boca cosida ni las manos atadas ni los ojos vendados, pero son completamente sordos. Lo que único que hacen cuando alguien se ha descosido la boca o ha logrado desgarrarse los labios en un intento desesperado por hablar, simple y sencillamente le vendan los ojos, le atan las manos y lo llevan a la plaza más cercana para que, a partir de entonces y hasta el momento de que muera de insolación o de sofocamiento, escuche las frases y palabras de las personas del ayuntamiento y del pueblo.
   Cuando un nuevo niño nace, es llevado a un comité especial, donde gente que no es sorda, ni tiene manos atadas ni la boca cosida, pero sí tiene vendas en los ojos, decide imparcialmente por el destino de cada uno de los niños recién nacidos, si será alguien de la plaza, un declamador, o cualquier otra función, a la cual será capacitado desde la más temprana edad.

   Un día, alguien que no tenía vendas, ni suturas, ni amarres... alguien libre. Se subió al kiosco y desde ahí comenzó a gritarle a la gente:
- Cada uno de nosotros es diferente al otro, dense cuenta de que tienen los ojos vendados y las manos atadas, todos somos capaces de decidir por nosotros mismos sin dejarnos guiar por alguien que sabe que no le conviene que nos demos cuenta de ello- el desesperado declamador intenta por todos los medios despertar a esa multitud.
   Primero intenta cantar, compone una rítmica y pegajosa letra para describir el asunto al que son sometidos los hombres en la plaza, pero aún así, todos siguen escuchando a las personas del templo y del ayuntamiento.
   Después decide tocar una música tan escandalosa y ruidosa como una tormenta con el fin de que las personas de la plaza se liberen de las ataduras de sus manos para poder taparse los oídos, pero todos se quejan y piden a los hombres del ayuntamiento y del templo que les de alivio, por lo que la comisión llega con unos tapones para los oídos que calma sus pesares.
   Por último el hombre del kiosco crea un hermoso dibujo y espera a que los hombres de la comisión lleguen para que puedan verlo, con esto, el hombre del kiosco intenta convencer a los hombres de la comisión que le quiten la venda de los ojos a las personas de la plaza. Pero el miedo los oprime y deciden no hacer nada.
   Las personas que desde el ayuntamiento y el templo gritan, empiezan a ver que el hombre del kiosco es constante e incansable, incluso ven como algunos hombres con los ojos vendados comienzan a romper sus espejos contra el suelo, mientras el hombre del kiosco continúa su discurso. Otros comienzan a cantar la canción que el hombre del kiosco canta día con día. Otros platican entre sí mientras los hombres del ayuntamiento y del templo platican, sin prestar atención a lo que dicen.

   Un día, el hombre del kiosco no subió, ni siquiera se apareció, ahora el único ruido perceptible es el discurso del hombre del ayuntamiento y del hombre del templo. Nadie se pregunta a dónde fue aquél hombre, a nadie le interesa.
   Todos los días, desde muy temprano y hasta muy tarde, la plaza está llena de gente, varones, mujeres, niños y ancianos. Todos ellos se aglomeran en la plaza que cada día parece ser más pequeña para la creciente población que ahí se reúne. Dichas personas están tan apretadas en esa plaza que no necesitan ni siquiera hacer un esfuerzo por estar de pie, debido a que se recargan unos sobre otros sosteniéndose así la gran masa de gente. 
   Debido a esto, los empujones que da uno de esos hombres pasa completamente desapercibidos, ese hombre que empuja tiene los ojos vendados, las manos atadas, la boca cocida y los oídos reventados... Esto con la finalidad de que jamás vuelva a subir al kiosco.


Herejía y Fe*

Quisieron hacerme creer que no te merecía; todo el mundo estaba de acuerdo, menos yo.   Quisieron hacerme sentir que no merecía tu cariño y ...