miércoles, 30 de julio de 2025

Súplica y Fervor

Tristeza y odio
hermanos gemelos
depresión, ansiedad
andando de la mano
en las madrugadas
cuando en oscuras calles
y malolientes transportes
trasladan humillantemente
drogadictos, estudiantes, trabajadores
esperanzados y desesperados
culpables e inocentes
hacia toda clase de destinos
en los cuales encontrar su perdición:
revolcarse en el excremento
buscando desesperadamente una moneda de oro.
Madres desesperadas por no ser capaces de ayudar a sus hijos
hijos lejos de la ayuda de sus padres
viviendo experiencias 
intensas por prohibidas
que los condenan a la psicosis
a la desesperación.

A mí,
nadie me advirtió el horror 
al que me vería enfrentado 
hasta la locura.
Las viejas locas rezan rosarios
cualquier estupidez
para tratar de mantener la consciencia tranquila
ante las demás gentes
por sus hijos drogadictos
sus maridos deprimidos.

Los que no piden ayuda claman con ira hacia Dios, culpándole con furia y despotismo.




martes, 29 de julio de 2025

No hay Poesía II

No hay poesía
no escribo nada de todo
alucinaciones con forma de recuerdos
asaltan mis pensamientos.

Aquí no hay poesía,
hay madres golpeadas,
hijos abandonados,
padres chantajeados
el amor es utilizado como recurso para matar al inocente y perdonar a los culpables.

Desnuda, en el barro, una mujer muerta descansa de la tortura que le arrancó los brazos y piernas y aún permitirle ser capaz de sentir la violencia con que fue violada. 
       
Un muchacho mira fijamente la nada frente a él, mientras baja la mano con estopa y thinner, que coloca sobre su nariz y boca para aturdir su capacidad de pensar.

Un niño mira absorto la pantalla del teléfono que su madre ocupa para engañar al padre.

Seis demonios caminan minúsculos y molestos por la sala de estar, se miran entre ellos y proceden a mirarte.
Siete demonios se miran entre ellos.
    Un nene de dos años juega con sus juguetes sentado sobre una colchoneta colocada sobre el suelo de lasa sala.
    Los pequeños hombrecillos rojos con cuernos de chivo en la frente y patas de cabra comienzan a acercarse al niño. Llevan tridentes en las manos; el pequeño no se percata de su presencia, comienzan a patearle sus juguetes, a quitárselos, a usar los tridentes para picarle sus muslitos, también sus bracitos y sus mejillas.
    El niño toma a uno de los hombrecillos para ponerlo lejos, pero el hombrecillo le clava su tridente en la mano, lastimándolo, haciéndolo sangrar. El bebé llora frustradamente en su lugar.
    - ¡Tú chinga tu madre, estúpida, pendeja!
- Cállate el hocico, pinche idiota.
- ¡Te voy a soltar otro putazo!
- ¡Quita a Yahír del piso! ¿No ves que lo están picando los demonios?




miércoles, 23 de julio de 2025

Carta Para Los Caídos

Note rindas, no dejes nunca de levantarte, no importa lo mucho que cueste, tampoco importa si ya no eres capaz de continuar luchando, lo que finalmente discutirá el verdadero valor de tu naturaleza es la valentía que demostraras al levantarte en medio de la batalla para continuar en pie, pues el final será cuando la muerte ponga a descansar tu ser.
    Este mundo, lamentablemente, se mantiene en guerra declarada y abierta contra el prójimo; muchas veces nos convertiremos en el enemigo, en las victimas colaterales, o nos veremos obligados a abrir fuego contra una amenaza. Pero elige amar, elige perdonar, el mundo y la vida se acabarán y destruirán por sí mismos como consecuencia lógica de su propia existencia.
    Así que no te preocupes por el mundo, su economía y su otro tanto de cosas y creaciones tanto de naturaleza humana como divina, todas están condenadas a la destrucción, a la muerte; así que no contribuyas a la destrucción, pues es natural e inevitable.
    Mejor ama. Si todo será algún día destruido, entonces dedícate a construir. Si por naturaleza el prójimo se odia, rompe con el orden natural de las cosas. Ama al prójimo, compadécete y ora por él. La revolución es siempre la misma porque nunca ha llegado a consumarse del todo, porque siempre ha sido mancillada por sus líderes y representantes, echando en balde el poco logro obtenido.
    ¿Quieres acabar con el mundo tal como lo conoces? Ama.



viernes, 4 de julio de 2025

Maldición

Pedro Rodante era lo que se conoce como un estafador de guante blanco. Graduado en relaciones internacionales, comprendió pronto que su conocimiento podía procurarle una buena vida sin mayor esfuerzo. Para ello, sólo necesitaba persuadir a los menos astutos para que le entregaran su dinero... algo que, para él, resultaba sencillo. Su labia afilada y su demagogia sutil calaban hondo en quienes mostraban mayor sensibilidad —por no decir vulnerabilidad—a la manipulación: los jóvenes. 
    Para poder llegar a ellos, Pedro comprendió que debía encarnar una figura de autoridad que los jóvenes aceptaran por voluntad propia: un profesor. Así, colocó su currículum y solicitud de empleo en las bolsas de trabajo de numerosas escuelas de nivel medio superior y superior, postulándose como docente de inglés. Siendo aceptado en varias de ellas.
    Con el paso del tiempo, reunió el capital suficiente para afianzar cursos y talleres sobre culturas prehispánicas. El más popular de todos fueron las sesiones de temazcal, que ocupaban medio fin de semana. Para no levantar sospechas, desviaba cualquier conversación hacia su temazcal, envolviendo la charla en un manto de misticismo, de tradición y bienestar.
    Vestía ropa de manta blanca y sandalias; dejó crecer el cabello y la barba hasta parecer un hippie. Se las arreglaba para colarse en tantas actividades como fuera posible, tanto dentro como fuera de la universidad donde impartía clases. Mantuvo una relación con la maestra de danza folclórica, y bajo el pretexto de visitarla, se acercaba al grupo de estudiantes que integraban el taller—numeroso, diverso—para invitarlos, enredándolos con labia infinita, a su temazcal.
    Órale, qué padre bailan,” decía Pedro Rueda al entrar, luego de observar los ensayos del alumnado. Saludaba a cada uno con choque de palma y puño, construyendo complicidad. “A ver cuándo me invitan a bailar con ustedes, porque yo así no sé bailar.”
    “¿De qué manera baila usted, profe?” preguntó la maestra de danza, simulando una charla entre colegas. Su presencia, sin embargo, tenía otro propósito: evitar que alguna estudiante resbalosa se dejara seducir por el encanto del maestro.    
    Fue entonces cuando Pedro comenzó a hablar de danza prehispánica. Desplegó su conocimiento sobre la idiosincrasia de antiguos rituales religiosos que hoy sobreviven transformados en coreografías ceremoniales. Tal vez estas palabras, puestas en texto, suenen burdas o incluso tediosas, pero en su voz cobraban otro peso: carismático, hipnótico, casi festivo.
    Con destreza, redirigía la conversación hacia sus talleres sabatinos de danza prehispánica. Cada sesión interpretaba la danza correspondiente al día señalado, según la supuesta medición del calendario mexica y la entidad que gobernaba esa jornada—sol, lluvia, viento, jaguar, caña… procurando encarnar con la mayor fidelidad posible aquellos antiguos movimientos. A las once concluía el taller, y quienes lo desearan podían quedarse para el temazcal.
    "¿Qué es el Temazcal?" preguntó uno de los muchachos, ya prendado del carisma del profe.
“Ah, pues mira,” respondía el profe Pedro con entusiasmo. “A un costado del primer cuadro de Blas Hernández, como si fueras rumbo al Nuevo Tianguis, hay un terreno amplio, grandote. Ahí está mi temazcal: una construcción de piedra donde se vaporiza agua con aceites esenciales, y uno medita con la finalidad de sanar, equilibrar, relajarse... ya sabes.”
La invitación quedaba hecha. Poco a poco, Pedro Rodante fue ganándose la confianza de los estudiantes, en especial de las jóvenes.

Actualmente se sabe que la historia del profesor terminó mal. No sólo con la maestra de danza, sino con otras docentes y con una multitud de alumnas. El patrón era el mismo: se acercaba a un grupo de jovencitas que orbitaban a su alrededor, y entre ellas elegía a una, su “favorita”. A veces con sutileza, a veces con descaro, le otorgaba ese título en voz alta, provocando fricciones entre las demás, que no tardaban en volverse contra la elegida.
    El abuso, tarde o temprano, ocurría. Era visible en el cambio de las chicas: se alejaban, inseguras, desconectadas del maestro y de todo aquello que antes parecía iluminarles. De ahí en adelante, sus caminos divergían: algunas continuaban, cargando el peso silencioso de lo vivido; otras cambiaban de carrera, de universidad. Algunas entraban en terapia o en centros psiquiátricos buscando sanar. Y otras caían en las grietas de las adicciones y sus bifurcaciones: depresión, suicidio, degradación física y emocional, cárcel, prostitución... destinos rotos que el dolor despliega sin aviso.
    Mientras la vida de sus víctimas se desmoronaba, el profesor se mantenía impune. Él y su séquito continuaban sin consecuencias, sin quebranto. Pedro Rodante marchaba con la frente en alto, el pecho henchido, y la conciencia tranquila.

En una de sus tantas acechanzas sobre los jóvenes incautos, el profesor Pedro fue abordado por un estudiante llamado Rafael. Tenía la mirada encendida por la curiosidad y el entusiasmo. Ese tipo de muchachos también le eran útiles: mantenían vivas las actividades culturales que encubrían el verdadero propósito del maestro, ayudando así a pulir su fachada.
    Pedro lo atrajo con naturalidad, invitándolo a acompañarlo en el largo trayecto que cruzaba el campus: desde el gimnasio, enclavado en el extremo oriente, hasta la Puerta 1, al otro lado de aquel vasto terreno universitario. Mientras caminaban, Rafael aprovechó para preguntarle sobre algunos temas en los que Pedro, con voz segura y 
ojos brillantes, parecía tener dominio.
—¿Sabe usted qué son los nahuales, maestro? —preguntó Rafael, los ojos encendidos por una mezcla de asombro y hambre de saber.
—El nahual... o el tonal —respondió Pedro, bajando la voz como si iniciara un ritual verbal—. Los hombres ibéricos lo llaman alma. Pero para nuestros abuelos, el tonal es también esa parte del ser capaz de entrar en contacto con lo que hoy llaman el bajo astral. El nahual es una criatura de la naturaleza que nos guía y protege desde el nacimiento. En los pueblos prehispánicos se representa como un animal o un elemento natural. La creencia es muy antigua, tan antigua que en cada región de México se cuentan versiones distintas... y parecidas. Hay comunidades que realizan ceremonias para despertar y unificar el tonal con el ser y con el plano físico.
—¿Y esos ritos, en qué consisten?
—Depende... acuérdate que México es un país megadiverso —dijo Pedro, con la voz entre docente y hechicero—. Hay regiones donde, cuando nace un niño, se coloca un círculo de cenizas de tortilla afuera de la casa durante sus tres primeras noches allí. En la mañana hay que observar qué apareció dentro del círculo: gotas de rocío, una hoja, plumas, huellas de animal... lo que esté ahí será el nahual del niño. Y cuando llegue la adolescencia, se le lleva a un ritual para despertar esa conexión, para unificarlo con su tonal.
—¿Despertarlos? ¿Como si estuvieran dormidos?
—Así se cree. Hay quienes dicen que pueden invocar a su nahual con fines constructivos... o destructivos. Se cuenta que, en la Noche Triste, los guerreros águila y jaguar se convirtieron en nahuales en un último intento por expulsar al invasor de la ciudad.
—¿Cómo son esos nahuales? —preguntó la nueva consentida, que había escuchado con atención cada palabra de la conversación. Pedro giró hacia ella con una sonrisa suave, casi paterna.
—Cuando son animales, mi niña, se transforman en el que les representa: jaguar, lobo, cocodrilo. Algunos dicen que adoptan una forma intermedia… ni bestia ni humano. Los que nacen bajo el tonal de una planta, como la caña, suelen tener dones particulares: saben beber con maestría, o dominan el arte de la herbolaria como si les hablara la tierra misma. Los niños nahuales son juguetones... les gusta robarse las ollas de tamales en las fiestas o los juguetes que ven en manos ajenas. 
—¿Y cómo se puede identificar a uno? —susurró ella, con la curiosidad encendida. Pedro agravó su voz, como si temiera que el viento los escuchara.
—Es imposible, corazón. Algunos se nombran nahuales abiertamente, sobre todo quienes eligen el camino del chamanismo. Usan ropa especial, símbolos, amuletos que los delatan. Pero la mayoría guarda el secreto. A veces ni su familia lo sabe. Es un don... o una condena, según a quién le preguntes.
—¿Y se les puede detener? —interrumpió Rafael, con impaciencia. El profe Pedro lo miró con calma, como quien conoce secretos que a los demás inquietan.
—A un nahual ya transformado, sólo mediante rituales. Puedes matar al portador humano cuando está en su forma natural, sin transformación... pero si lo haces con dolo, si cruzas esa línea, entonces vuelve. Regresa desde la tumba en forma de animal, y no descansa hasta acabar contigo... y con quienes amas, con los que intenten protegerte. Algunos, dicen, incluso regresan después de consumada su venganza. Por algún motivo, son sensibles a la imaginería cristiana: crucifijos, imágenes sagradas, agua bendita. En los pueblos humildes, cuando una bestia comienza a matar ganado y gente, muchos creen que se trata de un nahual. Entonces funden el cáliz, la patena, la custodia -objetos de plata o de oro- bendecidos durante misa, y con ello forjan balas, cuchillos, puntas de lanza. Si el ser es sólo un animal, morirá por las heridas. Pero si es un nahual, caerá por la santidad del metal.
    La consentida, que lo había escuchado sin parpadear, preguntó en voz baja:
—¿Son peligrosos los nahuales?
    Pedro le sonrió, y en sus palabras hubo una mezcla de ternura y sombra:
—Un nahual es tan peligroso como la persona que lo porta. Si es alguien roto, oscuro —un asesino, un psicópata— usará esa fuerza para destruir: robar cosechas, matar ganado, tomar lo que no le pertenece… incluso mujeres. Pero si el alma que lo lleva es limpia, entonces será guía y protección. Al final, el nahual es aquella parte salvaje dentro de la naturaleza humana

Habían llegado los detectives. Ordenaron a los oficiales de policía acordonar la zona, bloquear el paso con instrucciones claras y precisas, y solicitaron a Tránsito que agilizaran—en la medida de lo posible—el embotellamiento que había paralizado los accesos. El equipo especial nunca apareció. En su ausencia, los oficiales de la policía municipal se enfundaron todo el equipo de protección disponible: chalecos antibalas, cascos, muñequeras, coderas, rodilleras. Tomaron las armas pesadas de las patrullas y fusiles de un solo cañón.
    Los vecinos habían reportado el ataque de un animal salvaje contra los participantes del temazcal. No pudieron dar muchos detalles: desde las azoteas, entre el vapor, sólo alcanzaron a ver movimiento, gritos, confusión. La policía municipal llegó rápido; el incidente ocurrió en el primer cuadro de la ciudad Blas Hernández, a escasos metros del centro histórico. Pero no estaban preparados para enfrentar a la criatura descrita como un oso de tamaño colosal.
    Las pistolas semiautomáticas de 9mm Parabellum, trece tiros por cargador no bastarían. Matar al animal estaba prohibido, así que esperaron. Una hora después, sólo cuatro detectives arribaron al lugar. Llevaban armas largas y órdenes inciertas. Instruyeron a los oficiales a protegerse con lo que tuvieran a la mano. Idearon un plan suicida: usar una llave maestra para abrir el zaguán sin derribarlo, y volver a cerrarlo si fallaban. Dos de los detectives treparon las bardas: uno para vigilar las salidas del salón general, el otro, la del temazcal.
    Una vez encaramados en los bordes, vieron. Seis cuerpos. Desparramados. Desmembrados. Regados por todo el terreno.
—Las puertas del salón y del temazcal están cerradas. Los cadáveres son de los que no lograron refugiarse — informó uno de los detectives desde la barda—. Las huellas del animal están bien marcadas, a pesar del césped. Debe ser enorme.
—Entendido. Entramos —respondió el detective jefe del operativo.
Abrió únicamente la puerta pequeña del zaguán. Diez hombres cruzaron con él. La estrategia original contemplaba dos equipos de cinco, cada uno liderado por un detective, pero el estado de los cuerpos y la profundidad de las huellas obligaron a no dividirse. La orden fue clara: avanzar en grupo. Si el animal atacaba, lo enfrentarían juntos.
—¡López!
—Sí, detective.
—Manténgase detrás de mí. Iremos primero al temazcal. Lo abriré. Si el animal está ahí, yo seré la carnada. Usted dispare una sola vez y repliéguese. El resto de la unidad que se encargue de freír a la bestia. Usted corra en dirección contraria a la mía. ¿Entendido?
—Sí, detective.
—Dos líneas de tiro: cuatro armas cortas al frente, cuatro fusiles detrás. Mucho cuidado. Este animal no parece querer alimentarse… parece desesperado por huir.
Llegaron al temazcal. La estructura de barro era pequeña, parecida a un iglú. El detective usó la llave maestra. El vapor encerrado escapó en nubes espesas. Cuando se disipó, no encontraron ningún animal… sólo restos: brazos, piernas, mechones de cabello y ropas arrancadas con una violencia brutal. Ningún cuerpo se mostraba completo.
—¡López!
—Sí, detective.
—Mantenga la formación. Vamos al salón principal.
—Sí, detective. ¡Mantengan la formación, avancen!
    El grupo se movilizó. El césped amortiguaba los pasos, pero aun así avanzaron con la máxima cautela. Desde la barda, uno de los detectives se desplazó hasta la esquina que colindaba con una casa vecina. Desde ahí divisó una parte oculta del salón general. De inmediato, se comunicó por radio con su compañero, el que lideraba el grupo armado.
—Detective… el animal está ahí. Repito: el animal se encuentra dentro del salón principal. Proceda con extrema precaución.
—Entendido, Zlatan. ¡López! ¡Montiel! Uno en cada orilla del marco. Yo dispararé desde el centro. El resto, desde la ventana reventada en aquel muro. No abran fuego hasta que lo hagamos desde aquí. Si no lo abatimos, correrá hacia nosotros primero. ¡Andando!
La llave maestra giró. La puerta del salón principal, que por fortuna se abría hacia afuera, se abrió de golpe. El silencio fue reventado por la ráfaga inicial: tres detonaciones desde la puerta, seguidas por el coro brutal de los tiradores apostados en la ventana rota. Pero el animal no se inmutó. Con un berrido que heló la sangre de los diez hombres, corrió hacia la ventana contigua a la entrada. Un salto imposible para un animal tal grande. La criatura atravesó el vidrio y los fierros de protección violentamente.
El detective y sus dos apoyos retrocedieron al grupo, aún incrédulos por lo que acababan de presenciar.
—No puede ser... ¡Dios mío!
—¡Cállate, López! ¡Montiel!
—Sí, detective…
—¿Está usted bien?
La ventana había explotado a escasos centímetros de Montiel. Un trozo de cristal se había incrustado en el chaleco, justo a la altura del corazón.
—Sí, detective… ¡Vamos!
    La compañía se desplegó por todo el patio. El extraño animal—parecido a una hiena, pero con el tamaño colosal de un hipopótamo—se había resguardado detrás del temazcal. El detective avanzó con lentitud, los oficiales cubriéndolo, rodeando el estúpido iglú de barro y piedra caliza. Sudaba frío; apretaba las mandíbulas para contener el temblor que le subía por los brazos. De un brinco quedó detrás del Temazcal.
    Lo encontró tendido en el césped, un muchacho desnudo, cubierto de sangre, pero ileso, respiraba con dificultad. Dos oficiales lo asistieron. El resto buscó a la criatura por todo el terreno, pero no la hallaron.
    En la esquina trasera del temazcal, un enorme árbol de pirul conectaba el patio con la calle. Libraba la barda sin problema, y su follaje denso podía haber servido como refugio o vía de escape. También cabía la posibilidad de que el animal estuviera aún oculto entre las ramas. Por eso, cuando el equipo especial llegó horas después, se decidió incinerar el árbol. Pero no encontraron nada. El animal se había esfumado.

Una vez trasladado a la Cruz Roja, el joven fue interrogado durante horas por los cuatro detectives a cargo. Su relato, entre temblores y lapsos de silencio, describía una dinámica dentro del temazcal: un ritual de purificación del cuerpo, la mente, el alma y el mundo mismo. Pero entonces, surgió un animal enorme entre ellos, como proveniente de una dimensión distinta. Atacó con furia asesina, con saña ritual: arrancaba cabezas, brazos y piernas con zarpazos; destrozaba cuerpos con garras de una fuerza sobrehumana.
    A uno lo apresó del cuello con sus poderosas fauces y lo arrojó contra el grupo que se agolpaba en la salida, tratando patéticamente de escapar. Pero el espacio reducido sólo multiplicó el caos: caídas, empujones, gritos que se ahogaban en vapor y sangre. Los que lograron salir fueron perseguidos por la bestia en el jardín, donde los alcanzó… y los hizo pedazos.
    Durante aquella persecución, la criatura atrapó a varios con sus fauces, sacudiéndolos violentamente, desmembrando sus cuerpos, lanzando por los aires fragmentos humanos, como un perro que juega con su presa.
    Fue en ese momento, escondido detrás del temazcal, que el muchacho se desplomó. La conmoción de ver a sus compañeros ser masacrados —y de encontrarse a sí mismo cubierto en sangre y vísceras ajenas— lo venció por completo.
    Después, serían los peritos quienes reconstruirían los hechos. Concluirían que el resto de los participantes logró refugiarse en el salón principal... pero la bestia irrumpió por una de las ventanas, atacando con una furia desmedida. Devoró a los presentes. No todos los cuerpos fueron recuperados completos
    Los veinticuatro participantes del temazcal, a excepción del joven sobreviviente, murieron de forma dolorosa y violenta. De los veintitrés cuerpos recuperados, únicamente fue posible identificar a dieciocho, entre los cuales se encontraba el cuerpo del maestro Pedro Rodante, organizador de las ceremonias. La confirmación se logró sólo mediante pruebas y análisis de laboratorio. El estado semidesnudo de los cadáveres—producto del ritual que se celebraba dentro del temazcal—dificultó el reconocimiento y la identificación, sumando otra capa de misterio al horror del suceso.
   Una vez tomadas las declaraciones del joven y del matrimonio que desde su azotea presenció como los chicos salieron corriendo del temazcal y se refugiaron en el salón principal, los detectives se dispusieron a irse.
"Es todo por ahora"
"Está bien, detective"
"Vaya a casa, descanse y recupérese del trauma, Rafael."




martes, 1 de julio de 2025

El Último Concierto

Aplaudía el público, enardecido y con lógica consecuencia por el gran concierto. El aplauso se prolongó durante un total de once minutos, tiempo en el que el Palomo de Tecalitlán saludó a sus acompañantes en el proscenio, quienes no eran otros más que el Mariachi Vargas de Tecalitlán y los Tres Pichones, trío original del Palomo.
 
Alcanzar la fecha del concierto en buena forma se había convertido en una odisea titánica, que le estaba costando la vida a Luis Decker, productor y mánager de El Palomo de Tecalitlán, y pieza clave en todo su éxito. Sería también gracias a su incansable esfuerzo que lograría convencer a Jairo de colocarse, una última vez, el micrófono cerca de la boca para cantarle al público.

Jairo Solín se negó rotundamente a participar cuando Luis Decker, productor y mánager, fue a rogarle que cantara en el concierto. Decker había conseguido reunir todo: agotó los boletos mediante una gestión impecable de promoción y publicidad, coordinó los ensayos de los bailarines y músicos; sólo Jairo se mostró reacio a colaborar.
    Había asistido a un par de ensayos y corridas generales, y sobre aquellos endebles trazos se escenificó todo lo demás gracias a Decker y sus inagotables contactos. Pero el Palomo ahora decía que no, tajantemente. Una pena, porque el incansable carisma de Luis se mantuvo como valiente compañía durante la etapa más crítica de los padecimientos de Jairo.
    Dieron las doce de la noche y Decker no respondía al móvil, Jairo comenzó a sentirse culpable. Al final, decidió cantar en el magno concierto de Luis, pero no se vestiría de charro.

Las luces del escenario lo cegaban como soles cercanos. Al caerle, tejían sobre a él una muralla luminosa. Tras esa pared de luz, los miles de rostros que lo aclamaban en el Auditorio Nacional de la CDMX flotaban, invisibles y erráticos, como si el aplauso viniera desde un sueño muy lejano.

Las luces del metro lo cegaron. De regreso tendría que pedir un taxi, o dormir en el departamento de Luis. Pensó que la idea del concierto no era tan mala, y que su amigo había estado demasiado tiempo solo desde que su esposa perdió al bebé.
    Ella se desmayó en mitad de un parto complicado, el niño venía de pies. La madre apenas sobrevivió. El bebé murió sin conocer la vida.
    
El Palomo estaba nervioso y fuera de forma, notablemente pasado de peso. Fue el único concierto en el que no entró a caballo. Lo intentó, incluso lograron encontrar al cuaco capaz de sostenerlo durante toda la función. Pero al final, aquella bestia resultó tan grande que Jairo no pudo abrir las piernas lo suficiente para montarlo, culpa del pantalón y el sobrepeso. 
    Entró a pie, tambaleando sobre unos hermosos botines de gamuza con tacón alto y corte vaquero. Temblando dentro de un traje ranchero, pues el atuendo de gala jalisciense —que de antaño le otorgó gallardía y presencia— ahora le hacía ver ridículo. Acompañado —por no decir rodeado— del sonidista, el director de orquesta y su trío.
    Jairo sudaba profusamente y no dejaba de mirar a uno, sonriéndole con nerviosismo: “Este concierto será el mejor, el mejor”, le decía. Luego hacía lo mismo con otro de sus acompañantes, aferrado a esa frase como quien no se encuentra convencido.
    No había querido usar el antifaz, ni portaba la pistola ni el cuchillo: decía que parecía una parodia de sí mismo. Sólo llevaba un traje muy elegante, elegido con buen gusto, unos botines acordes al conjunto y una corbata ceñida al cuello de una camisa abotonada hasta arriba, sin mostrarse apretada.
    El concierto sería el mejor, el mejor.

Jessica y Luis no tuvieron un embarazo difícil; parecía cuestión de que llegara el día en que el niño naciera y ya. Pero no fue así. La tierna mujer no dejó de culparse pese al pasar del tiempo y su deterioro se notaba gravemente. Aunque la compañía de Luis era atenta y muy cariñosa, rara vez estaba en casa: los conciertos, giras y grabaciones devoraban su agenda y su relación.
    El finde semana que Luis tenía pensado ir con ella al campo, la encontró tirada sobre la banqueta. Llegaba a casa ya entrada la tarde, se arrodilló sobre ella pidiéndole perdón en llanto silencioso y diciéndole adiós dolorosamente mientras la cortina de su departamento, en el octavo piso, ondeaba hacia afuera como el guante de la novia de un soldado.
    Aquella noche, cuando Jairo alcanzó el metro rumbo al departamento de Luis, lo encontró muerto en uno de los vagones. Había recibido un balazo en el vientre y un navajazo en el costado izquierdo; se desangró lentamente. Los asaltantes se llevaron su cartera, el móvil, el abrigo y los zapatos. 
    Jairo se sentía terriblemente culpable: su amigo había muerto de forma lenta, dolorosa y violenta. Siendo tan generoso. Creyéndose solo. Pensando que Jairo no cantaría en el magno concierto. 
    Luis —la única persona que siempre creyó en el talento arrollador de Jairo sobre los escenarios— se apagó creyendo que todo habría sido en vano.
   
Por primera vez fueron presentados como “Los Tres Pichones y Jairo Solín, el Palomo de Tecalitlán”, nombre que sólo usaban cuando tocaban para ganarse la vida en eventos sociales.
    El Mariachi Vargas y la Orquesta Sinfónica de Bellas Artes fueron anunciados por separado ante un Auditorio Nacional abarrotado. La magnitud del público intimidaba en demasía a Jairo, y por ello cantó la mayor parte del repertorio de manera estática, con los ojos cerrados. Sólo los abría al inicio y al final de cada canción.
    Se desplazó ligeramente hacia el proscenio y al lado derecho del escenario cuando compartió micrófono con los y las vocalistas del mariachi de su tierra. Se movió a la izquierda cuando le tocó cantar a dueto con los tenores y las sopranos de la Orquesta Sinfónica de Bellas Artes.
    El Palomo demostró una profunda humildad y agradecimiento durante todo aquel concierto, grabado y televisado, que más tarde se vendería como álbum en plataformas de streaming, con una duración de tres horas y cuarenta y cinco minutos.
    Durante el concierto, una vez superado el pánico de los números iniciales, Jairo rompió en llanto, que ocultó apretando aún más sus ojos irritados por la marea de sudor. Con voz afinada por el llanto confesó cantando ser en verdad una marioneta qué pensaría en ti cien años de poder vivirlos. El público se estremeció con el temblor de su voz, envuelta en sombras nada más. Y así como un payaso sin máscara, admitió no saber si era hombre o bestia sedienta de amor. Declaró su entrega total al paso del tiempo, lejos de su viejo San Juan.  

Los reporteros no cabían en el hospital. Se amontonaban en los estrechos pasillos de urgencias y la recepción, apelotonándose con micrófonos en alto y cámaras encendidas. La situación se salió de control, las autoridades se vieron obligadas a replegarlos mediante la intervención de las fuerzas policiales.
    Fue su expareja quien, con desdén y fastidio, declaró ante la prensa que Jairo se había caído en el baño por encontrarse completamente borracho y marihuano. Aquello era cierto, sí. Sin embargo, Jairo Solín —el Palomo de Tecalitlán— fue sorprendido por un derrame cerebral mientras se duchaba.
    Vivía solo desde hacía mucho tiempo. Por eso lo encontraron ya rígido, en una postura post mortem tan patética como aterradora.

Se preguntó dónde estaría su negra, que la quería ver ahí. Recordó el pueblito de Tlaquepaque y sus olorosos jarritos, que recorrió como un gavilancillo entre las nopaleras.
    Durante los aplausos finales que inundaron once minutos en el reloj, Jairo estrechó la mano de cada músico. A todos les dijo:
- Fue un buen concierto ¿No?
    La mayoría se mostró torpe al responder, limitándose a decir "sí" o a asentir con la cabeza. Sólo el director de la orquesta, casi llorando tuvo la entereza de decir:
- El mejor, maestrazo, el mejor...
   Jairo asintió, jadeante, cansado y sudoroso. Agradecía. Y lamentaba —silenciosamente— la inmolación que su amigo Luis Decker había atravesado por verlo ahí.

La noticia de la muerte del Palomo de Tecalitlán recorrió naciones enteras, arrastrando consigo la polémica sobre las causas. Las versiones de su expareja y de los doctores compitieron por coronarse con la verdad. La noticia pronto se desvaneció en el vértigo de los tiempos contemporáneos.

Un charro negro de antifaz, con cuchillo y pistola ceñidos al cinturón, ha sido visto por algunos vecinos. Canta a una ventana en la penumbra, y a veces se asoma un niño que lo observa atento, aplaudiéndole admirado cada concierto como si ya conociera cada canción, reconociendo a la voz que le habla de amor desde más allá de las sombras de la muerte.
    Desaparece entre las sombras de la noche cuando la madre se asoma o sale.



El Lápiz Mágico y la Hoja de Papel (Ejercicio)

Caminaba apaciblemente por la calle aledaña a la plaza pública. Reparaba en la nostalgia que me provocaba el camino miles de ocasiones recor...