jueves, 19 de septiembre de 2024

Excomulgado (En Proceso)

Había regresado de la Universidad Pontificia de Roma, en esta ocasión aproveché el ofrecimiento de una beca para entrar en la carrera de idiomas. Latín, griego, italiano, inglés y español eran las principales materias dentro de la carrera la cual logré aprobar sin mayor dificultad para reintegrarme al servicio de la parroquia.
    Tres meses pasaron, el trabajo en la parroquia no lograba aminorar. El secretario del obispo se presentó temprano un domingo en la casa cural. Desayunó, comió y cenó con nosotros aprovechando cada momento para hablar seriamente con el párroco. Tan así, que entre el vicario y yo tuvimos que repartirnos las misas correspondientes al padre.
    Al cabo de un mes, me dirigía inmediatamente hacia una antigua comunidad en los rincones de Sudáfrica. Aproveché el largo viaje de muchísimos transbordos hasta llegar a la aldea, para repasar las hojas con instrucciones que el Vaticano envió para mí. Entre las diversas indicaciones que poseía aquél documento llamaban especialmente mi atención aquellas que especificaban el no intervenir en las costumbres y tradiciones de los pobladores. Debía limitarme a dar misa y atender solamente a aquellas personas que reconociese como asistentes de la misa dominical.

El recibimiento llamó mi atención. Pese a que el jefe de la aldea, quien no profesaba la religión, envió una bestia para mi traslado a la estación de autobuses, decidí que fuese destinado al sacristán y mi equipaje. Recorriendo los cinco kilómetros restantes a pie, con un guerrero Samburu a cada flanco.
    Para mi gran sorpresa, los guerreros samburu usaban lenguaje de señas en inglés americano, por lo que terminé entendiéndome con ellos en base a señas y una que otra palabra en inglés, porque lo entendían muy bien, aunque no lo hablaban. Su amabilidad me llamó la atención, más aún cuando me contaron que la gente de mi tipo no les agradaba porque éramos unos entrometidos que solamente pretendíamos asustarles en base a falacias y chantajes  que . Me disculpé en su lengua por las corrompidas acciones de mis antecesores y aseguré que mi única intensión era la de dar los servicios espirituales de quienes viniesen buscándolos.
    No me creyeron, aunque tampoco me tildaron de mentiroso o de hablador. Comprendí entonces que su gran amabilidad era en verdad una cautelosa condescendencia.
    Llegados a la aldea, los ancianos y guerreros formaron dos filas para que pasásemos por en medio. Fue de momento surrealista pero ninguno de aquellos hombres se encontraba ahí para saludarme, sino para escrutarme de pies a cabeza. Imagino que de mi impresión en ellos y en los guerreros que me acompañaron derivaría el cómo me tratarían el resto de habitantes de la aldea, al menos en un principio.
    Una vez acabada aquella doble fila, los niños comenzaron a corretear de manera curiosa y traviesa por todos lados, levantando polvo. Un grupo de oscuras y sonrientes niñas nos adelantaron, una de ellas me mostró presuntuosa el contenido del canasto que traía: grasa y vísceras recién lavadas; usando el inglés y a uno de mis escoltas como intérprete, pregunté a la jovencita si aquello era comida para nosotros, además de asegurarle que iba a estar delicioso cuando me contestó que sí. Eso sí, algunas mujeres miraron con recelo desde la lejanía mientras sostenían a sus niños pegados al cuerpo tomándolos por los hombros.

Me sorprendió ver la parroquia, construida de block y concreto, como si hubiesen tomado una iglesia mexicana del siglo XX para colocarla en aquél páramo casi desolado, salpicado de las chozas de los habitantes de la tribu.
    En el atrio de la colosal iglesia habían dispuesto un banquete que consistió en cereales crudos y carne de res. Justo después del recibimiento llegó el líder de la aldea acompañado por el resto de guerreros y los ancianos. Se trataba de un guerrero enorme e intimidante, me dio la bienvenida y me ofreció los alimentos asegurándome que estaban preparados como lo decía la Biblia: en las brasas colocaron la grasa y vísceras del animal y en el aceite producto de aquella cocción se puso a cocinar a la carne. 
    Me percaté entonces de la gran mayoría de la gente permaneció a fuera, incluidos los guerreros y el propio jefe de la aldea. Me acerqué ante aquél hombre tan imponente y le pedí que, si no existía alguna condición ignorada por mí que lo impidiera, todos participaran de la comida, pues Yahvé es un Dios de caridad; Con enorme aprobación y un solo gesto, el jefe dio paso a los habitantes, llenándose así el enorme atrio de la iglesia, hubo incluso música así como danza.
    Las mujeres danzaban con los senos desnudos rebotando al aire, al levantar las piernas revelaban bajo sus faldas su bella y humana naturaleza.
    Solamente se nos permitió al jefe y a mí beber alcohol. Hasta la mañana siguiente se acabó la fiesta y se retiró y limpió todo.

Al cabo de pocos días, me despertó el llanto de una niña. Asomándome por una ventana de la casa cural, vi que varios aldeanos salían a toda prisa de sus casas, motivo por el cual yo mismo salí corriendo en dirección al gentío. Conforme fui acercándome logré distinguir cánticos y rezos. Una circuncisión femenina estaba llevándose a cabo. Usando una rústica navaja calentada hasta el rojo vivo, reventaron, a la par que cauterizaron el clítoris de la pequeña, cuya edad no pasaría de los seis años. El resultado final de aquél procedimiento consistía en una quemadura de segundo grado bastante profunda pero cerrada, donde anteriormente se encontraba un virginal chicharito.
    Acabada la circuncisión, todo el mundo comenzó a danzar, a cantar e incluso a felicitar a la pequeña. Me pidieron que me uniera al júbilo de la celebración, así que canté y bailé lo mejor que pude como ellos. Esa misma tarde, asistió a la misa el líder de la aldea. Acercándose al finalizar para preguntarme si era verdad que había participado en el ritual de la mañana, le dije que sí; me preguntó por qué y le conté lo que pasó y el cómo terminé en medio de aquella celebración. Debido al carisma con el que enteré de mi anécdota al jefe, éste estalló en sonora y divertida carcajada. Aunque recobrando su solemnidad me preguntó después si no era yo capaz de sentirme estremecido por ello contestándole yo que mi trabajo ahí no consistía en emitir mi juicio pero aproveché para confesarle que, como alguien ajeno al lugar y las costumbres, sentí mucha preocupación, porque el llanto de la niña delataba verdadero dolor. El jefe me aseguró que estaría bien, que el proceso es así de doloroso y que los hombres no lo pasan mejor, también me aseguró que, aunque el médico de la aldea usaba remedios y enjuagues efectivos en la gran mayoría de casos, contaban con una farmacia que poseía los medicamente necesarios para todas las complicaciones posteriores que se podían dar. El jefe aprovechó para contarme que muchas niñas y niños morían de una enfermedad que yo comprobé después eran tétanos y gangrena productos de aquella rudimentaria práctica, pero desde la llegada de la farmacia y sus remedios, esa mortalidad había quedado atrás. Agradecí a Dios y al jefe.
    Antes de despedirse, aquél hombre enorme me preguntó lo qué opinaba Dios acerca de aquella práctica. Le comenté que a Yahvé le disgusta el dolor que se hace por placer y con maldad, pero enaltece a los que sufren y se entregan a su divina piedad. El jefe me contestó asintiendo con la cabeza y diciendo: Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados y bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.



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