In memoriam: Amparo Dávila
He llegado hasta aquí escuchándote, respondiendo a tu llamado. Siempre te he escuchado. No sé por qué los demás nunca lo hicieron. No sé si esa fue la causa de nuestra separación, de que te alejarás mí.
Aquella madrugada gélida de primavera, el frío atravesaba de las cobijas como el abrazo de un cadáver. Mis caderas te buscaron, anhelando tu calor, pero ninguna parte de mí logró encontrarte.
Se veía que no eras feliz aquí. Como un extranjero permanecías ausente aquí como ausente de tu casa, aunque te dejé traer todo lo que quisieras. Perdóname mil veces por no haber sido yo quién se mudó. No quería que la gente pensara mal. No quería perder el trabajo. Y tampoco hubo una sola voz entre tus familiares dispuesta a hacerse cargo de ti, te dejaron morir de hambre para pelearse la casa después.
Yo tenía miedo. Miedo por ti. Alguien tenía que cuidarte. Ahora tengo miedo otra vez. de no saber qué te está pasando, de no saber dónde estás.
Los sobresaltos nocturnos son cada vez más vívidos. Más presentes. Más reales... han dejado, poco a poco, de ser una pesadilla y escucho con claridad cómo gritas mi nombre.
Al principio apenas percataba débiles atisbos, una serie de ecos deformes. Pero conforme me adentro en estas tierras lejanas, tu voz se vuelve nítida. Gritas mi nombre. Lo gritas con un dolor que desgarra. Gritas mi nombre pidiendo ayuda, como si algo terrible y muy malo te estuviera pasando.
Y me da miedo oírte gritar. Miedo de soñar que, un día, ya no gritas más.
¿Dónde estará mi bebé en medio de tanta oscuridad? Pobrecito... debe estar aterrado. Sus ojitos inocentes angustiados por el terror... sigue gritando, mi amor, que ya casi te encuentro.
Sigue gritando aquellos nombres terribles como las blasfemias que representan. Imposibles de pronunciar sin que la realidad de desmorone. Que la herejía llamada Xitecualistli retumbe en los oídos que una vez bebieron amorosamente de tu voz cantante y ahora se atragantan con el aguarrás de tus lamentos.
Mi carro no puede adentrarse más en este bosque denso, hace ya más de un kilómetro que me desvié del tramo principal de la carretera, sumergiéndome en la oscuridad de esta floresta interminable. Cada vez más antigua, cada vez más profunda. Tu voz se escucha fuerte. Clara. Viene de lo más profundo del bosque.
Poco a poco los árboles comienzan a descomponerse. Muriendo de pie como colosos vegetales, sus cuerpos rígidos impiden que mi auto siga avanzando. Es hora de adentrarse en la arboleda oscura. Una navaja, mi celular, una linterna y mi mochila. Debo seguir a pie.
Ya no sé cuánto tiempo ha pasado ¿Días? ¿Semanas? es difícil sentir el paso del tiempo en este lugar inimaginablemente antiguo. Aquí el suelo ha vuelto cal: polvo blanco nacido de la descomposición de árboles y maleza que murieron en las sombras durante milenios.
Aquí estoy, amor mío. Sé que, por fin, compartimos el mismo espacio y tiempo, presintiéndonos entre la soledad y el sueño. Como antes de que te fueras. Antes de que me dejaras. Antes de que probaras aquel humo sagrado del que tanto hablaban los más excéntricos de tu grupo de amigos.
Te veías tan chistoso, con los ojos hinchados y esa cara de atontado, el cuarto envuelto en humo mientras escuchabas tu música. Y, como aquella vez y todas las que me necesites aquí estoy.
Tus gritos cesan. Tus lamentos se acallan. Te escucho tranquilo, consolado… como solías sonar al despertar junto a mí, cuando besabas mis senos desnudos y compartías tu calor conmigo en aquellas mañanas gélidas de primavera.
Miro alrededor. Sólo están los árboles petrificados: una multitud de colosos vegetales, retorcidos, convertidos en fósiles por el tiempo. Una floresta mineral que guarda, en silencio, el vestigio de mil historias junto a la nuestra.
Debe ser medio día. Usando nuestro lenguaje de señas, logras indicarme tu presencia a través de gemidos. Me señalas con tu voz uno de los tantos árboles petrificados... después vendrá la tarde vacía. Vacía como aquellas no estás conmigo. Cuando nos separamos y nos falta la mitad del cuerpo.
Media noche. Como aquella otra medianoche. Escucho tu voz llamándome, y me río. Río sabiendo que me he vuelto loca. Que la razón se ha ido, abandonándome en esta triste locura.
Desconsolada, me desvanezco. Me abrazo al árbol señalado. Muero de hambre. De soledad. Ya no puedo regresar. Me adentré demasiado en lo más profundo girando muchas veces.
La inquietud por moverme se desvanece. Mis uñas, convertidas en raíces, atraviesan mi zapato y se hunden en la tierra.
Presa de una ansiedad casi indescriptible, intento liberarme. Al romper las raíces, estas se desmoronan en fino polvo blanco perdiendo así la mitad de mi pie,
No hay dolor alguno. Sólo caída. Mi cuerpo comienza a endurecerse, a volverse rígido.
Te escucho llamarme, y te busco. El dolor guía mi alma a través de la impenetrable oscuridad. La fe se alza por encima del sufrimiento, y la esperanza intenta erguirse ante la adversidad, como lo he hecho todos estos días sin ti.
Mis ojos buscan encontrarse con los tuyos con inquietante prisa o ninguna como los que saben que tienen la eternidad para mirarse.
Oigo tu voz. Me llama. Y el amor me lleva, justo cuando he abandonado toda esperanza.
Me estremezco de miedo al ver que mis pies se han convertido en un grueso tronco decadente, tan antiguo como los árboles muertos que pueblan este cementerio boscoso.
Miro a mi alrededor y lo comprendo. Todas las caras están allí, talladas en los troncos, preservadas como reliquias del dolor. Y entonces te encuentro. Frente a mí. Tu rostro, hermoso, convertido en madera inerte… pero aún conserva tus rasgos.
Lees mis labios y sabes que te amo. Te miro, y recuerdo, una vez más, que también me amas. Mis dedos se han alargado, retorcidos como ramas sin hojas… y entonces entiendo: este es el destino sempiterno de nuestros cuerpos, de nuestras almas.
Sé que mi dolor no significa nada frente a nuestra eternidad. Por eso tuerzo mis ramas para alcanzar las tuyas y tocar tu rostro. Quiebro mi cuerpo—con ternura y ardor—para abrazarte, amor mío.
Para que ya no tengas miedo.
Nos hemos quedado inmóviles, largo rato en silencio. Uno perpetuamente al lado del otro. Al fin, luego de buscarnos a tientas desde el otro lado de la vida... y más allá de la muerte. Tu mano vuelve a acariciarme. Y nuestros labios, famélicos, se encuentran.
Ha pasado el tiempo, minutos o años... tal vez los siglos implacables, ya nada está igual. Todo se ha transformado. Se abren jardines y huertos; se revela una ciudad bajo el sol, y un templo olvidado resplandece.
No hay comentarios:
Publicar un comentario