Capítulo I
Yo soy Pagliacci
El pueblo de Ciénaga en el municipio de Blas Hernández no gozaba de más popularidad, como el resto del municipio, que la otorgada por el temor a los asaltantes y las ancianas de lengua larga que vivían ahí.
El quiosco, erigido al pie de las escaleras de la iglesia, presidía una plaza de trazado impecable, en la cual estaba prohibido jugar futbol, por lo que casi nunca era usada en las tardes. Había en dicha plaza unas parejitas haciendo uso de las bancas alrededor o muchachos en sus bicicletas.
Una barda bordeaba uno de sus extremos. Al otro lado de la calle había una farmacia; a su izquierda, un local agradable de tacos y, junto a este, un consultorio médico de popularidad mediana entre el pueblo.
El consultorio médico está bien, piensa el extraño muchacho vestido con pantalón de mezclilla negra y suéter de cuello alto también negro.
La piel de su rostro y de sus manos posee una apariencia delgada y rosada, casi roja, como si estuviera irritada. Al momento de girar el cuello, los pliegues que se forman en su piel resaltan y se quedan marcados como si fuera de papel.
Los ojos del joven también son extraños, tan negros que no se distinguen las pupilas del iris y poseen un brillo intenso. Dicho joven es alto, delgado, su buena condición física es notable, aun cuando su rostro posee unas profundas ojeras y sus labios dibujan una tristeza cruel, contrastando con su mirada enamorada, ensoñada.
El joven entra en la sala de espera del consultorio. Hay varias personas esperando: otro joven con una herida abierta en la ceja que descansa la cabeza en las piernas de una chica, la cual sostiene una gasa en la sangrante lesión; y un hombre de la tercera edad que tuerce la mueca con dolor debido a una herida gangrenada en la fosa cubital de su brazo izquierdo.
El muchacho con depresión vestido de negro se sienta como el último paciente. Las personas que ya están en la sala de espera lo barren con la mirada unas cien veces por lo menos antes de regresarla a sus respectivos problemas. Toda aquella chusma sabe que él no es del pueblo. Pero poco interés muestran en él, más allá del escrutinio inicial.
Las horas pasan y un poco de vida aparece en la plaza, una vendedora de elotes se coloca en una esquina afuera de la plaza.
El joven mira una pareja, compran dos elotes preparados y proceden a sentarse en las banquitas para disfrutar del amor. Ambos enamorados charlan por unos breves instantes, que para ellos deberían ser eternos. Se miran a los ojos coquetamente y acercan sus labios en una tierna caricia. El joven vestido de negro que les observa desde la sala de espera del consultorio se imagina que el afortunado novio es él y la embelesada chica es Rosario, aquella joven inteligente y hermosa que nunca le hará caso.
Su atención se distrae por un póster desafortunado arrancado por el viento que ondea salvajemente como si quisiera llamar la atención de aquel muchacho, consiguiéndolo sin mucho esfuerzo.
Después de juguetear un poco por los aires, el póster se queda pegado al suelo, dejando al descubierto su mensaje:
“El Gran MIMOCIRCUS”
La fuerza del viento desprende el póster nuevamente y este se pierde en la distancia, pero el tiempo que estuvo adherido fue suficiente para que aquel joven ensimismado en el profundo pensamiento llamado nada se hundiera con más fuerza, como buscando razón de cosas que no se alcanzan a entender.
A Ciénaga ha llegado un pequeño circo, se hace llamar el "Grandioso Espectáculo del MimoCircus". Y así lo repite sin parar la grabación que sale del megáfono mientras anuncia el circo por los pueblos colindantes.
El Centro de Espectáculos la Tiara es sede de la pequeña carpa principal. El circo parece pequeño y, sin embargo, anuncia de todo: chicas guapas a caballo, monos trapecistas y perros malabaristas; los intrépidos "cardenales de la muerte", los trapecistas más temerarios del mundo; entrenadores de tigres siberianos, los felinos más grandes del mundo; Zandocán, el hombre más fuerte que Sansón, y la maravillosa actuación de Pagliacci, el Arlequín.
Es el Arlequín quien se anuncia como la atracción principal. El megáfono repite que es un fantástico actor, cantante, bailarín y poeta. Mucha gente no sabe lo que es un arlequín y se pregunta sin cesar entre vecinas. Familias enteras, movidas por la curiosidad, deciden visitar el día domingo la carpa principal de El Grandioso Espéctaculo del MimoCircus.
Llega finalmente el domingo. Son las ocho de la noche. La pista de la carpa se ilumina con círculos de luz, proyectados por los reflectores y la voz del animador anuncia el primer número:
—Damas y caballeros, niños y niñas de todas las edades. Sean bienvenidos al más bello y emocionante espectáculo circense de todos los tiempos. Sean tan amables de dirigir su atención al centro de la pista. Con ustedes, el único e inigualable, el más alegre de todos los payasos… ―Las luces se apagan y comienza un redoble de tambores―. El arlequín: ¡Pagliacci!
Explota en las bocinas el tema musical de fanfarrias. Todos los reflectores iluminan el centro de la pista y se ve a un curioso payasito: tiene en la cabeza un cucurucho blanco con cuatro estrellas negras bordadas y aterciopeladas a lo largo, y un enorme y esponjoso pompón plateado en la punta del tocado; su rostro está pintado de blanco; en los ojos lleva dibujadas unas estrellas con maquillaje negro; luce también una pelota negra en la punta de la nariz y más maquillaje negro en la boca que exagera una sonrisa; viste una gorguera salpicada de estrellas negras y plateadas; y un apretado mameluco de rombos negros y blancos con pompones negros y plateados en lugar de botones. Sus zapatos, uno negro y otro blanco, terminan en una larga punta rematados por pompones con un cascabel, y en sus manos tiene puestos unos guantes blancos de escolta.
El arlequín oculta las manos tras la espalda. Al sacarlas muestra un violín y su arco. Comienza a tocar. El violín está afinado en un tono muy alto, por lo que las notas suenan bastante alegres. La infantil melodía es tan entretenida que la gente empieza a sonreír y a aplaudir al ritmo de la música.
Pagliacci brinca con los pies juntos siguiendo la cadencia de las palmas. Cuando la gente deja de aplaudir, el arlequín deja de saltar y de tocar, dirigiendo al público una exagerada pose de reclamo, y estallan las risas. El público aplaude nuevamente y Pagliacci salta. Los espectadores captan la dinámica y aplauden lento, el arlequín salta y toca más despacio; aplauden muy rápido, Pagliacci salta y toca rápido. Pronto, la carpa se convierte en un escándalo de risas y palmas sin forma ni ritmo. Pagliacci ya no puede seguir la cadencia y hace unos pasos desequilibrados por toda la pista, realiza una pantomima de berrinche, y arroja su violín al suelo, pero una cuerda amarrada del instrumento a la manga de su mameluco hace parecer que rebota, regresando a sus manos. La gente estalla de risa.
Pagliacci vuelve a tocar la desconocida pero alegre melodía y vuelve a pegar saltitos. El público apoya con sus palmas, y en un instante los brincos de Pagliacci se hacen altísimos. La multitud deja escapar una exclamación de asombro cuando un pogo sujetado por los pies del arlequín aparece en un eficaz truco de magia. Pagliacci recorre toda la pista brincando y tocando. Sale de la pista hacia el palco de butacas, alborotando a la gente.
Ayudado por su pogo, el arlequín sube por las gradas, saltando entre los asistentes sin dejar de tocar. Regresa por fin a la pista dando giros mortales hacia adelante. En un juego de manos hábil y veloz, sostiene su instrumento en una mano y con la otra se quita el pogo de entre los pies, cayendo de pie en medio de la pista y de frente al público que, emocionado, colma los oídos del arlequín con aplausos, chiflidos y vítores.
Es el turno de las guapas chicas haciendo acrobacias sobre sus hermosos caballos. Mientras los equinos dan vueltas alrededor de la pista, las chicas, de pie sobre las sillas, ejecutan giros mortales hacia adelante y hacia atrás, y cambian de caballo (al que va adelante o al que va atrás) mientras los animales saltan obstáculos. El público se mantiene tenso, conteniendo la respiración. El número termina con aplausos y chiflidos.
—Esas fueron nuestras hermosas amazonas y sus impresionantes caballos. Fuerte el aplauso para ellas —.Dice el animador del circo, mientras los caballos se forman a lo largo de la pista y las curvas de las amazonas desaparecen detrás de una cortina al fondo.
Salen entonces unos graciosos monitos con trajecitos de jockeys. Seis simpáticos monitos formados en fila, agarrados de la cola del que va enfrente. Una de las amazonas lleva de la mano al monito que encabeza la formación.
—Ahora reciban con fuertes aplausos a los "Monckeys Jockeys". Los acróbatas más monos del circo —anuncia el animador, y el público aplaude emocionado y enternecido.
Los changuitos suben de a dos en los caballos. Al centro de la pista se coloca un aro grande a poca altura del suelo, y uno más pequeño justo por encima. Los caballos atraviesan la pista y saltan, cruzando el aro grande, mientras los changuitos brincan para pasar por el aro más chico. El público aplaude.
Los caballos vuelven a correr en círculos alrededor de la pista. Los monitos se suben uno en los hombros de otro y se intercambian de caballo efectuando cabriolas en el aire. El público grita y aplaude emocionado.
Una risa repentina estalla en el público. Entraron otros seis monitos, pero el sexto de ellos no es un mono: es Pagliacci, quien entra encorvado en cuclillas, tomándose de la cola del changuito que lleva enfrente con una mano y rascándose la cabeza con la otra, mientras hace gestos de macaco con la boca.
Los seis primeros changuitos detienen los caballos haciéndoles una caricia en el cuello. Desmontan de un brinco, se forman, se toman de la cola y desaparecen detrás del telón junto a los caballos. Entran otros tres caballos, uno de ellos es completamente blanco; Pagliacci monta en él junto con uno de los changuitos.
El arlequín al principio muestra torpeza y casi se cae dos veces del caballo, siendo jalado de las ropas por su compañero changuito. El resto de los animales hacen su espectáculo sin tomarlo en cuenta. Al momento de saltar por el aro, Pagliacci hace señas de valor y se ve decidido a saltar junto con su compañero changuito, pero metros antes Pagliacci se acuesta a lo largo del lomo del caballo y pasa por el aro grande junto con él.
Una risa repentina estalla en el público. Entraron otros seis monitos, pero el sexto de ellos no es un mono: es Pagliacci, quien entra encorvado en cuclillas, tomándose de la cola del changuito que lleva enfrente con una mano y rascándose la cabeza con la otra, mientras hace gestos de macaco con la boca.
Los seis primeros changuitos detienen los caballos haciéndoles una caricia en el cuello. Desmontan de un brinco, se forman, se toman de la cola y desaparecen detrás del telón junto a los caballos. Entran otros tres caballos, uno de ellos es completamente blanco; Pagliacci monta en él junto con uno de los changuitos.
El arlequín al principio muestra torpeza y casi se cae dos veces del caballo, siendo jalado de las ropas por su compañero changuito. El resto de los animales hacen su espectáculo sin tomarlo en cuenta. Al momento de saltar por el aro, Pagliacci hace señas de valor y se ve decidido a saltar junto con su compañero changuito, pero metros antes Pagliacci se acuesta a lo largo del lomo del caballo y pasa por el aro grande junto con él.
El presentador detiene a las bestias con el sonido de su látigo, los seis monos y los otros dos caballos salen de la pista y el entrenador se queda solo con Pagliacci, quien pone cara de avergonzado y rompe la cuarta pared moviendo exageradamente la boca diciendo: «Ya la regué». El público estalla en risas.
―¿Qué haces? ―grita el entrenador―. ¡Estás echando a perder todo nuestro trabajo!
―No patrón―contesta Pagliacci. Su voz es gangosa y chillona, y suena tan graciosa que la gente ríe―. Lo único echado a perder aquí son esas cáscaras de elote que tiene atoradas ahí, mire―. Señala y trata de meter un dedo en la boca del presentador, pero este se lo quita de encima furioso.
―Ya, no seas payaso. Explícame algo: ¿por qué sales junto con los Monckeys Jockeys, los acrobatas más monos del circo?
―Ah, pues ¿sí se acuerda de Dianita, la chica del caballo?
―Sí. Cómo no me voy a acordar de una de nuestras hermosas amazonas.
―Pues ella tuvo la culpa
—¡Sácate tú! ¿Cómo que ella tuvo la culpa?
—Pues es que ella me dijo que soy muy mono―se oyen varias risas del público.
―¿A sí? Pues para que se te quite lo mono te voy a hacer saltar ese aro como a los demás changuitos.
―Ay, patrón, no invente. Yo ese aro lo salto hasta con los ojos cerrados.
―Ah, qué bueno que me lo dices… ¡Zandocán!—grita el presentador y aparece un hombre alto y bastante musculoso con una antorcha, y le prende fuego al aro que Pagliacci debe saltar. El arlequín hace una mueca exagerada de miedo, mientras retuerce las manos en su pecho, levanta la pierna y flexiona el cuerpo haciendo un sonido chirriante. Decide irse, pero el presentador da un chicotazo con el látigo en las nalgas de Pagliacci, quien pega un brinco con el cual monta el caballo.
El presentador se acerca a él, lo jala del pompón de hasta abajo del mameluco, pero este está amarrado a un resorte y se estira. El entrenador suelta el pompón y este regresa a su lugar. Toma un pompón de más arriba y jala a Pagliacci hacia él:
―Escúchame bien, mimo sin trabajo: debes atravesar tres veces el aro con fuego o si no—el presentador recorre su propio cuello con el dedo pulgar, el arlequín traga saliva, se acomoda el cucurucho y dice:
―Ok… hazte pa’ allá—Pagliacci oprime el pompón de en medio de su mameluco y un chorro de agua le cae al presentador en la cara, quien suelta a Pagliacci.
El caballo comienza a galopar a toda velocidad, da un par de vueltas alrededor de la pista mientras Pagliacci aprieta su pompón y moja a la gente. Voltea hacia el aro en llamas y aprieta su pompón, pero ya no tiene agua. La gente se carcajea, el caballo relincha, es la señal: Pagliacci hace una mueca de desesperación y el caballo corre hacia los aros. El corcel brinca el aro de abajo y Pagliacci vuela haciendo la pose de Superman mientras cruza el aro en llamas y cae suavemente en el lomo del caballo. La gente aplaude extasiada. La misma hazaña se repite otras dos veces y el arlequín sale con todo y caballo de la pista para dar lugar al siguiente acto.
"El Arlequín Pagliacci", comenta la gente que pasa cerca del consultorio médico en Ciénaga. El joven en la sala de espera del consultorio médico los escucha y ve que el señor del brazo podrido está saliendo del consultorio un poco más aliviado.
El muchacho entra con un andar muerto, como si fuera un zombi. Al verlo el doctor se inquieta y lo observa detenidamente, tratando de averiguar qué tiene; adivina que no se trata de su piel, sino de una enfermedad de las que no se curan, pero que tampoco matan. Enfermedades del alma que mantienen a los pacientes presos.
El doctor habla de manera cálida al invitar al chico a tomar asiento. Es curioso, porque el doctor lleva veinticinco años trabajando en Ciénaga y es la primera vez que ve a ese joven.
―Hola, amigo —saluda paternalmente el doctor—. ¿Qué es lo que tenemos?
El muchacho mantiene la mirada agachada, como si contemplara el vacío oscuro de su depresión. Piensa, y en su mirada se refleja que siente que dirá una estupidez, pero que no hay de otra.
―Sufro —dice por fin el joven—, de un mal espantoso, tan espantoso como la palidez que refleja mi rostro.
El doctor Cuauhtémoc se estremece y piensa que si los muertos pudieran hablar, seguramente hablarían como ese muchacho.
―Nada me atrae… nada me parece atractivo. Todos son como pétalos de rosas en medio de las hojas de un libro olvidado, ya no me importa cómo me llamo, ni cómo me va en la vida porque, mal o bien, me da igual. Es esta una eterna melancolía y la única verdadera ilusión que me queda, es la llegada cada vez más retardada de la muerte.
Desde la llegada del circo a Ciénaga, Pagliacci se para en la plaza o en el quiosco payaseando, rodeado de niños en primera fila; jóvenes y adultos también se encuentran ahí, aplaudiendo la música del payaso.
Una de esas tardes, el arlequín cantó un aria con una potente voz. Recitó un poema de amor con pasión intensa que hizo a los esposos abrazarse y a las parejas besarse. Hizo malabares y trucos de magia, bromas con los pompones de su mameluco y hasta el más amargado y triste de los corazones se alegró al ver a Pagliacci, el arlequín.
Esa tarde, al igual que las anteriores, la multitud amontonada esperaba con ansia la llegada del arlequín.
―¿Acaso no te distrae de todos esos pensamientos viajar o recorrer lugares? —pregunta el doctor.
―He viajado mucho y conozco un sinfín de lugares —contesta el joven.
―¿Has buscado una lectura interesante últimamente?
―He leído tantos libros…
―¿Tienes problemas económicos?
―Tengo todo el dinero que me gustaría tener.
―¿Has escuchado música que alegre el alma y el corazón?
―Escucho tanta por tantas horas al día.
―¿Qué recibes de tu familia?
―No tengo alguna de la cual recibir algo.
―¿Visitas los panteones?—la mirada del doctor se torna escrutadora.
―Los visito diario… diario…
―¿No tienes amigos con quienes charlar? ¿Ningún íntimo?
―Amigos, sí, pero ningún íntimo. Todos ven lo que aparento, pocos saben lo que soy. Amo a los muertos y a los vivos los llamo mis verdugos.
―¿Buscas el amor?—la mirada del joven toma un brillo lleno de vida, el doctor festeja en su interior, sabe que ha dado en el clavo.
―Así es —dice el joven—, mas no busco el amor porque lo he encontrado. Es sólo que el destino no une a mi amada con el mismo sentimiento que me une a ella.
―Me deja bastante perplejo tu caso, muchacho. Pero no debes de temer —se escucha en la calle la grabación del megáfono del MimoCircus—. Toma este consejo como la receta que te doy, ve a ver al gran arlequín Pagliacci. Está a punto de presentarse en la plaza de aquí enfrente. Eso podrá curarte.
―¿A Pagliacci?
―Sí, a Pagliacci, todos aman su espectáculo circense e idolatran su show callejero, chicos y grandes lo aclaman y revientan de risa.
―¿Y a mí me hará reír?
―¡Por supuesto que sí! Incluso los más tristes y deprimidos como tú pueden reír al verlo. Sólo él y nadie más podrá curarte… te lo aseguro.
―¡Así no puedo curarme! —exclama el joven llevándose las manos al rostro y llorando.
―Pero ¿Por qué no? —pregunta el doctor extrañado—. ¿Acaso ya has ido a verlo y ni siquiera él pudo alegrarte?
La gente que se ha reunido en la plaza de Ciénaga, comienza a marcharse con una gran decepción. Todo apunta a que esa tarde no habrá espectáculo en la plaza.
―Doctor… —dice el joven agonizando—. Yo soy Pagliacci.



