lunes, 1 de diciembre de 2025

El Arlequín - Capítulo I

Capítulo I 

Yo soy Pagliacci


El pueblo de Ciénaga en el municipio de Blas Hernández no gozaba de más popularidad, como el resto del municipio, que la otorgada por el temor a los asaltantes y las ancianas de lengua larga que vivían ahí. 
    El quiosco, erigido al pie de las escaleras de la iglesia, presidía una plaza de trazado impecable, en la cual estaba prohibido jugar futbol, por lo que casi nunca era usada en las tardes. Había en dicha plaza unas parejitas haciendo uso de las bancas alrededor o muchachos en sus bicicletas.
    Una barda bordeaba uno de sus extremos. Al otro lado de la calle había una farmacia; a su izquierda, un local agradable de tacos y, junto a este, un consultorio médico de popularidad mediana entre el pueblo.
   El consultorio médico está bien, piensa el extraño muchacho vestido con pantalón de mezclilla negra y suéter de cuello alto también negro. 
    La piel de su rostro y de sus manos posee una apariencia delgada y rosada, casi roja, como si estuviera irritada. Al momento de girar el cuello, los pliegues que se forman en su piel resaltan y se quedan marcados como si fuera de papel. 
    Los ojos del joven también son extraños, tan negros que no se distinguen las pupilas del iris y poseen un brillo intenso. Dicho joven es alto, delgado, su buena condición física es notable, aun cuando su rostro posee unas profundas ojeras y sus labios dibujan una tristeza cruel, contrastando con su mirada enamorada, ensoñada.
   El joven entra en la sala de espera del consultorio. Hay varias personas esperando: otro joven con una herida abierta en la ceja que descansa la cabeza en las piernas de una chica, la cual sostiene una gasa en la sangrante lesión; y un hombre de la tercera edad que tuerce la mueca con dolor debido a una herida gangrenada en la fosa cubital de su brazo izquierdo.
    El muchacho con depresión vestido de negro se sienta como el último paciente. Las personas que ya están en la sala de espera lo barren con la mirada unas cien veces por lo menos antes de regresarla a sus respectivos problemas. Toda aquella chusma sabe que él no es del pueblo. Pero poco interés muestran en él, más allá del escrutinio inicial.
   Las horas pasan y un poco de vida aparece en la plaza, una vendedora de elotes se coloca en una esquina afuera de la plaza. 
    El joven mira una pareja, compran dos elotes preparados y proceden a sentarse en las banquitas para disfrutar del amor. Ambos enamorados charlan por unos breves instantes, que para ellos deberían ser eternos. Se miran a los ojos coquetamente y acercan sus labios en una tierna caricia. El joven vestido de negro que les observa desde la sala de espera del consultorio se imagina que el afortunado novio es él y la embelesada chica es Rosario, aquella joven inteligente y hermosa que nunca le hará caso. 
    Su atención se distrae por un póster desafortunado arrancado por el viento que ondea salvajemente como si quisiera llamar la atención de aquel muchacho, consiguiéndolo sin mucho esfuerzo.
    Después de juguetear un poco por los aires, el póster se queda pegado al suelo, dejando al descubierto su mensaje:
“El Gran MIMOCIRCUS”
    La fuerza del viento desprende el póster nuevamente y este se pierde en la distancia, pero el tiempo que estuvo adherido fue suficiente para que aquel joven ensimismado en el profundo pensamiento llamado nada se hundiera con más fuerza, como buscando razón de cosas que no se alcanzan a entender.

A Ciénaga ha llegado un pequeño circo, se hace llamar el "Grandioso Espectáculo del MimoCircus". Y así lo repite sin parar la grabación que sale del megáfono mientras anuncia el circo por los pueblos colindantes. 
    El Centro de Espectáculos la Tiara es sede de la pequeña carpa principal. El circo parece pequeño y, sin embargo, anuncia de todo: chicas guapas a caballo, monos trapecistas y perros malabaristas; los intrépidos "cardenales de la muerte", los trapecistas más temerarios del mundo; entrenadores de tigres siberianos, los felinos más grandes del mundo; Zandocán, el hombre más fuerte que Sansón, y la maravillosa actuación de Pagliacci, el Arlequín.
  Es el Arlequín quien se anuncia como la atracción principal. El megáfono repite que es un fantástico actor, cantante, bailarín y poeta. Mucha gente no sabe lo que es un arlequín y se pregunta sin cesar entre vecinas. Familias enteras, movidas por la curiosidad, deciden visitar el día domingo la carpa principal de El Grandioso Espéctaculo del MimoCircus.
   Llega finalmente el domingo. Son las ocho de la noche. La pista de la carpa se ilumina con círculos de luz, proyectados por los reflectores y la voz del animador anuncia el primer número:
—Damas y caballeros, niños y niñas de todas las edades. Sean bienvenidos al más bello y emocionante espectáculo circense de todos los tiempos. Sean tan amables de dirigir su atención al centro de la pista. Con ustedes, el único e inigualable, el más alegre de todos los payasos… ―Las luces se apagan y comienza un redoble de tambores―. El arlequín: ¡Pagliacci!
    Explota en las bocinas el tema musical de fanfarrias. Todos los reflectores iluminan el centro de la pista y se ve a un curioso payasito: tiene en la cabeza un cucurucho blanco con cuatro estrellas negras bordadas y aterciopeladas a lo largo, y un enorme y esponjoso pompón plateado en la punta del tocado; su rostro está pintado de blanco; en los ojos lleva dibujadas unas estrellas con maquillaje negro; luce también una pelota negra en la punta de la nariz y más maquillaje negro en la boca que exagera una sonrisa; viste una gorguera salpicada de estrellas negras y plateadas; y un apretado mameluco de rombos negros y blancos con pompones negros y plateados en lugar de botones. Sus zapatos, uno negro y otro blanco, terminan en una larga punta rematados por pompones con un cascabel, y en sus manos tiene puestos unos guantes blancos de escolta.
    El arlequín oculta las manos tras la espalda. Al sacarlas muestra un violín y su arco. Comienza a tocar. El violín está afinado en un tono muy alto, por lo que las notas suenan bastante alegres. La infantil melodía es tan entretenida que la gente empieza a sonreír y a aplaudir al ritmo de la música.
    Pagliacci brinca con los pies juntos siguiendo la cadencia de las palmas. Cuando la gente deja de aplaudir, el arlequín deja de saltar y de tocar, dirigiendo al público una exagerada pose de reclamo, y estallan las risas. El público aplaude nuevamente y Pagliacci salta. Los espectadores captan la dinámica y aplauden lento, el arlequín salta y toca más despacio; aplauden muy rápido, Pagliacci salta y toca rápido. Pronto, la carpa se convierte en un escándalo de risas y palmas sin forma ni ritmo. Pagliacci ya no puede seguir la cadencia y hace unos pasos desequilibrados por toda la pista, realiza una pantomima de berrinche, y arroja su violín al suelo, pero una cuerda amarrada del instrumento a la manga de su mameluco hace parecer que rebota, regresando a sus manos. La gente estalla de risa.
    Pagliacci vuelve a tocar la desconocida pero alegre melodía y vuelve a pegar saltitos. El público apoya con sus palmas, y en un instante los brincos de Pagliacci se hacen altísimos. La multitud deja escapar una exclamación de asombro cuando un pogo sujetado por los pies del arlequín aparece en un eficaz truco de magia. Pagliacci recorre toda la pista brincando y tocando. Sale de la pista hacia el palco de butacas, alborotando a la gente.
    Ayudado por su pogo, el arlequín sube por las gradas, saltando entre los asistentes sin dejar de tocar. Regresa por fin a la pista dando giros mortales hacia adelante. En un juego de manos hábil y veloz, sostiene su instrumento en una mano y con la otra se quita el pogo de entre los pies, cayendo de pie en medio de la pista y de frente al público que, emocionado, colma los oídos del arlequín con aplausos, chiflidos y vítores.
    Es el turno de las guapas chicas haciendo acrobacias sobre sus hermosos caballos. Mientras los equinos dan vueltas alrededor de la pista, las chicas, de pie sobre las sillas, ejecutan giros mortales hacia adelante y hacia atrás, y cambian de caballo (al que va adelante o al que va atrás) mientras los animales saltan obstáculos. El público se mantiene tenso, conteniendo la respiración. El número termina con aplausos y chiflidos.
—Esas fueron nuestras hermosas amazonas y sus impresionantes caballos. Fuerte el aplauso para ellas —.Dice el animador del circo, mientras los caballos se forman a lo largo de la pista y las curvas de las amazonas desaparecen detrás de una cortina al fondo.
    Salen entonces unos graciosos monitos con trajecitos de jockeys. Seis simpáticos monitos formados en fila, agarrados de la cola del que va enfrente. Una de las amazonas lleva de la mano al monito que encabeza la formación.
—Ahora reciban con fuertes aplausos a los "Monckeys Jockeys". Los acróbatas más monos del circo —anuncia el animador, y el público aplaude emocionado y enternecido.
    Los changuitos suben de a dos en los caballos. Al centro de la pista se coloca un aro grande a poca altura del suelo, y uno más pequeño justo por encima. Los caballos atraviesan la pista y saltan, cruzando el aro grande, mientras los changuitos brincan para pasar por el aro más chico. El público aplaude.
    Los caballos vuelven a correr en círculos alrededor de la pista. Los monitos se suben uno en los hombros de otro y se intercambian de caballo efectuando cabriolas en el aire.  El público grita y aplaude emocionado.
    Una risa repentina estalla en el público. Entraron otros seis monitos, pero el sexto de ellos no es un mono: es Pagliacci, quien entra encorvado en cuclillas, tomándose de la cola del changuito que lleva enfrente con una mano y rascándose la cabeza con la otra, mientras hace gestos de macaco con la boca.
    Los seis primeros changuitos detienen los caballos haciéndoles una caricia en el cuello. Desmontan de un brinco, se forman, se toman de la cola y desaparecen detrás del telón junto a los caballos. Entran otros tres caballos, uno de ellos es completamente blanco; Pagliacci monta en él junto con uno de los changuitos.
    El arlequín al principio muestra torpeza y casi se cae dos veces del caballo, siendo jalado de las ropas por su compañero changuito. El resto de los animales hacen su espectáculo sin tomarlo en cuenta. Al momento de saltar por el aro, Pagliacci hace señas de valor y se ve decidido a saltar junto con su compañero changuito, pero metros antes Pagliacci se acuesta a lo largo del lomo del caballo y pasa por el aro grande junto con él.
    El presentador detiene a las bestias con el sonido de su látigo, los seis monos y los otros dos caballos salen de la pista y el entrenador se queda solo con Pagliacci, quien pone cara de avergonzado y rompe la cuarta pared moviendo exageradamente la boca diciendo: «Ya la regué». El público estalla en risas.
―¿Qué haces? ―grita el entrenador―. ¡Estás echando a perder todo nuestro trabajo!
―No patrón―contesta Pagliacci. Su voz es gangosa y chillona, y suena tan graciosa que la gente ríe―. Lo único echado a perder aquí son esas cáscaras de elote que tiene atoradas ahí, mire―. Señala y trata de meter un dedo en la boca del presentador, pero este se lo quita de encima furioso.
―Ya, no seas payaso. Explícame algo: ¿por qué sales junto con los Monckeys Jockeys, los acrobatas más monos del circo?
―Ah, pues ¿sí se acuerda de Dianita, la chica del caballo?
―Sí. Cómo no me voy a acordar de una de nuestras hermosas amazonas.
―Pues ella tuvo la culpa
—¡Sácate tú! ¿Cómo que ella tuvo la culpa? 
—Pues es que ella me dijo que soy muy mono―se oyen varias risas del público.
―¿A sí? Pues para que se te quite lo mono te voy a hacer saltar ese aro como a los demás changuitos.
―Ay, patrón, no invente. Yo ese aro lo salto hasta con los ojos cerrados.
―Ah, qué bueno que me lo dices… ¡Zandocán!—grita el presentador y aparece un hombre alto y bastante musculoso con una antorcha, y le prende fuego al aro que Pagliacci debe saltar. El arlequín hace una mueca exagerada de miedo, mientras retuerce las manos en su pecho, levanta la pierna y flexiona el cuerpo haciendo un sonido chirriante. Decide irse, pero el presentador da un chicotazo con el látigo en las nalgas de Pagliacci, quien pega un brinco con el cual monta el caballo.
   El presentador se acerca a él, lo jala del pompón de hasta abajo del mameluco, pero este está amarrado a un resorte y se estira. El entrenador suelta el pompón y este regresa a su lugar. Toma un pompón de más arriba y jala a Pagliacci hacia él:
―Escúchame bien, mimo sin trabajo: debes atravesar tres veces el aro con fuego o si no—el presentador recorre su propio cuello con el dedo pulgar, el arlequín traga saliva, se acomoda el cucurucho y dice:
―Ok… hazte pa’ allá—Pagliacci oprime el pompón de en medio de su mameluco y un chorro de agua le cae al presentador en la cara, quien suelta a Pagliacci.
    El caballo comienza a galopar a toda velocidad, da un par de vueltas alrededor de la pista mientras Pagliacci aprieta su pompón y moja a la gente. Voltea hacia el aro en llamas y aprieta su pompón, pero ya no tiene agua. La gente se carcajea, el caballo relincha, es la señal: Pagliacci hace una mueca de desesperación y el caballo corre hacia los aros. El corcel brinca el aro de abajo y Pagliacci vuela haciendo la pose de Superman mientras cruza el aro en llamas y cae suavemente en el lomo del caballo. La gente aplaude extasiada. La misma hazaña se repite otras dos veces y el arlequín sale con todo y caballo de la pista para dar lugar al siguiente acto.

"El Arlequín Pagliacci", comenta la gente que pasa cerca del consultorio médico en Ciénaga. El joven en la sala de espera del consultorio médico los escucha y ve que el señor del brazo podrido está saliendo del consultorio un poco más aliviado.
    El muchacho entra con un andar muerto, como si fuera un zombi. Al verlo el doctor se inquieta y lo observa detenidamente, tratando de averiguar qué tiene; adivina que no se trata de su piel, sino de una enfermedad de las que no se curan, pero que tampoco matan. Enfermedades del alma que mantienen a los pacientes presos.
    El doctor habla de manera cálida al invitar al chico a tomar asiento. Es curioso, porque el doctor lleva veinticinco años trabajando en Ciénaga y es la primera vez que ve a ese joven.
―Hola, amigo —saluda paternalmente el doctor—. ¿Qué es lo que tenemos?
    El muchacho mantiene la mirada agachada, como si contemplara el vacío oscuro de su depresión. Piensa, y en su mirada se refleja que siente que dirá una estupidez, pero que no hay de otra.
―Sufro —dice por fin el joven—, de un mal espantoso, tan espantoso como la palidez que refleja mi rostro.
    El doctor Cuauhtémoc se estremece y piensa que si los muertos pudieran hablar, seguramente hablarían como ese muchacho.
―Nada me atrae… nada me parece atractivo. Todos son como pétalos de rosas en medio de las hojas de un libro olvidado, ya no me importa cómo me llamo, ni cómo me va en la vida porque, mal o bien, me da igual. Es esta una eterna melancolía y la única verdadera ilusión que me queda, es la llegada cada vez más retardada de la muerte.
    Desde la llegada del circo a Ciénaga, Pagliacci se para en la plaza o en el quiosco payaseando, rodeado de niños en primera fila; jóvenes y adultos también se encuentran ahí, aplaudiendo la música del payaso.
    Una de esas tardes, el arlequín cantó un aria con una potente voz. Recitó un poema de amor con pasión intensa que hizo a los esposos abrazarse y a las parejas besarse. Hizo malabares y trucos de magia, bromas con los pompones de su mameluco y hasta el más amargado y triste de los corazones se alegró al ver a Pagliacci, el arlequín.
    Esa tarde, al igual que las anteriores, la multitud amontonada esperaba con ansia la llegada del arlequín.
―¿Acaso no te distrae de todos esos pensamientos viajar o recorrer lugares? —pregunta el doctor.
―He viajado mucho y conozco un sinfín de lugares —contesta el joven.
―¿Has buscado una lectura interesante últimamente?
―He leído tantos libros…
―¿Tienes problemas económicos?
―Tengo todo el dinero que me gustaría tener.
―¿Has escuchado música que alegre el alma y el corazón?
―Escucho tanta por tantas horas al día.
―¿Qué recibes de tu familia?
―No tengo alguna de la cual recibir algo.
―¿Visitas los panteones?—la mirada del doctor se torna escrutadora.
―Los visito diario… diario…
―¿No tienes amigos con quienes charlar? ¿Ningún íntimo?
―Amigos, sí, pero ningún íntimo. Todos ven lo que aparento, pocos saben lo que soy. Amo a los muertos y a los vivos los llamo mis verdugos.
―¿Buscas el amor?—la mirada del joven toma un brillo lleno de vida, el doctor festeja en su interior, sabe que ha dado en el clavo.
―Así es —dice el joven—, mas no busco el amor porque lo he encontrado. Es sólo que el destino no une a mi amada con el mismo sentimiento que me une a ella.
―Me deja bastante perplejo tu caso, muchacho. Pero no debes de temer —se escucha en la calle la grabación del megáfono del MimoCircus—. Toma este consejo como la receta que te doy, ve a ver al gran arlequín Pagliacci. Está a punto de presentarse en la plaza de aquí enfrente. Eso podrá curarte.
―¿A Pagliacci?
―Sí, a Pagliacci, todos aman su espectáculo circense e idolatran su show callejero, chicos y grandes lo aclaman y revientan de risa.
―¿Y a mí me hará reír?
―¡Por supuesto que sí! Incluso los más tristes y deprimidos como tú pueden reír al verlo. Sólo él y nadie más podrá curarte… te lo aseguro.
―¡Así no puedo curarme! —exclama el joven llevándose las manos al rostro y llorando.
―Pero ¿Por qué no? —pregunta el doctor extrañado—. ¿Acaso ya has ido a verlo y ni siquiera él pudo alegrarte?
    La gente que se ha reunido en la plaza de Ciénaga, comienza a marcharse con una gran decepción. Todo apunta a que esa tarde no habrá espectáculo en la plaza.
―Doctor… —dice el joven agonizando—. Yo soy Pagliacci.



domingo, 23 de noviembre de 2025

Viaje en la Isla de las Serpientes Prólogo - Cañón Suelto

Extraído de los diarios de viaje de Guadalupe Guadarrama Beltrán, bióloga y botánica, redactora en la revista Mundo Actual de temas de interés general para público no especializado.
    Los textos presentados a continuación corresponden a los ensayos inéditos de la revista, redactados por nuestra documentalista asignada. Una mujer solitaria con alta preferencia a estar rodeada de naturaleza silvestre antes que de sus congéneres, a quienes dirigía un profundo odio. Lupita, poseía un carácter indomable.
    Por este mismo motivo, a Guadalupe Guadarrama, le encantaba encontrarse de viaje en lugares recónditos e inhóspitos, tales como la jungla de Borneo o la selva Amazónica, además de siempre realizar dichas excursiones sola.
    A la edad treinta y tres años se convirtió en la segunda persona en el mundo en recorrer todo el río Amazonas a pie, así como la primera mujer en la historia en conquistar tal hazaña.
    Es de esta increíble travesía de donde he extraído el texto que conforma el prologo de este documento.
    La gran mayoría de borradores inéditos sobre dicha travesía se perdieron como víctimas lógicas de la tremenda hazaña de recorrer a pie el Río Amazonas, el más grande y biodiverso del mundo.   Aquellas libretas que no quedaron en el fondo del río, fueron estropeadas por las torrenciales lluvias, robadas, o destruidas por los nativos que se hallan en la rivera y otras directamente ocupadas para encender fogatas en momentos críticos.
    No obstante, la prodigiosa memoria de Lupita, así como el uso de otros medios de documentación, logran dar veracidad al breve texto que cometo la osadía de ocupar como introducción.
    Debo mencionar también que muchas especies vistas por la autora en su viaje, no poseen ningún registro previo. Esto aunado al hecho que Lupita enfermó de diferentes fiebres, producto de picaduras de insectos y la inclemencia del clima, restan veracidad a sus testimonios. Aunque quizá sean publicadas en alguna otra edición de nuestra revista con la advertencia clara de que lo descrito podría no coincidir del todo con la realidad.
    Un ejemplo que sobresale de esta situación, es el registro de una especie de batracio de tamaño inmenso y de espectaculares ojos destellantes de pupilas negras con anillos en rojo y amarillo alrededor, capaces de inducir una especie de trance en depredadores y cazadores por medio de la emisión de un tipo de onda sónica o psíquica. 
    Como ya mencioné, no existe ningún registro oficial de este animal, sin embargo, figura en los diarios de otros exploradores y varias leyendas nativas mencionan la existencia del Hipnosapo, un enorme y hermosos batracio con poderes psíquicos capaces de influir en la mente de los seres humanos.
    Tristemente, la única prueba de su existencia que Lupita Guadarrama pudo traer a suelo civilizado moderno fueron varias fotografías de muy buena calidad, donde se ve a un sapo gigante, casi del tamaño de un gato doméstico, color verde marrón y verrugoso, cuyos de ojos destacan por tener colores eléctricos y hermosos.
    El mismo caso sufrió el avistamiento y descripción de una especie creída extinta de la familia Boinae, que Lupita nombra en sus diarios sin temblor en la mano como Titanoboa cerrejonensis, un réptil que habitó Sudamérica en el Paleoceno y que se extinguió hace cincuenta y ocho millones de años.
   No es Lupita la única exploradora que ha documentado el avistamiento de la Titanoboa en la selva amazónica, pues muchos expertos abren la posibilidad de que en las zonas vírgenes e inaccesibles del Amazonas, persistan especies prehistóricas de las que sólo tenemos conocimiento mediante el registro fósil. 
    Al igual que los registros redactados a mano, muchos rollos fotográficos se dañaron por tener contacto con el agua o con la luz, sin embargo un par de fotografías bastante borrosas pero suficientemente legibles dan fe de los hallazgos de Lupita Guadarrama: 
    En una podemos apreciar una ceiba de dimensiones colosales con una gigantesca serpiente enredada en su tronco, sin que pueda apreciarse el inicio ni el final de la boa. Siendo el grosor del espécimen casi igual al de la envergadura del tronco. 
    En la segunda fotografía, la barca donde viaja Lupita está siendo "escoltada" por una boa, sin embargo, el grosor del cuerpo es mayor al de la canoa en cuestión y tampoco es posible diferenciar la cabeza o cola de la serpiente.
    He decidido no incluir mayor información de estos dos hallazgos, debido a que la misma Lupita no pudo traer a la editorial mayor información al respecto. Sin embargo, de todos los avistamientos fuera de lo normal hechos por la bióloga, estos dos son los que cuentan con documentación visual y no meramente descriptiva.
    Ya para finalizar, la especie vegetal descrita a continuación ha sido documentada tanto en vídeo como en fotografía, además de contar con amplias y detalladas descripciones. El material gráfico aparecerá debidamente retocado en la edición ilustrada de nuestra revista. 
    Cabe mencionar, que Lupita ha sido la primera persona en el mundo en avistar dicha especie de planta, siendo motivo de posteriores expediciones de muchos botánicos y excursionistas con el interés de documentar la flor.
    Pese a que Lupita Guadarrama nombra a la misma como Dalia Amazónica, los expertos la han nombrado oficialmente "Psicodahlia Bicolor". Esto, debido a que la planta parece ejercer cierta influencia sobre el órgano cerebral de las especies con las que convive, generando la teoría de que usa esta capacidad para ser polinizada por insectos y cuidada por los humanos. Es interesante notar la coincidencia de esta capacidad con la del Hipnosapo y que no ha sido observada únicamente en el batracio y la flor, sino que otros registros de difícil acceso abren la posibilidad de que dicha habilidad exista en especies de insectos como las polillas.
    La teoría de la influencia psíquica de la Psicodahlia bicolor se ve reforzada en el hecho de que al crecer en lugares muy aislados o de difícil acceso, tanto para hombres como animales, la misma no puede prolongar su existencia más que por breves temporadas, debido a la falta de agentes externos que prolonguen su existencia. 
    Los nativos de diferentes tribus amazónicas la cultivan en granjas prolíficas en sus aldeas, pero son reacios a permitir que los exploradores se las lleven o a declarar abiertamente los secretos para su manutención.
    El relato de Lupita no hace mención de esta impresionante habilidad de la Psicodahlia Bicolor, por lo que me ha parecido pertinente nombrar dicha capacidad en esta introducción.
    Tan osados como Guadalupe Guadarrama ha sido en completar su travesía por el Amazonas, lo ha sido el equipo editorial de Mundo Actual al presentar este fascinante y mítico testimonio. Lo invitamos a mirar a través del velo entre mito y realidad, y a adentrarse en un viaje que lo hará asombrarse y dudar a partes iguales sobre los misterios que esconde nuestro vasto planeta. Le recordamos, además, que esta edición de Mundo Actual le tiene preparado una selección de contenidos que abordan temas cruciales de interés general en el resto de la revista. Continúe con nosotros y recuerde: la curiosidad no tiene límites.



domingo, 16 de noviembre de 2025

Lugares Remotos

Hastiado por la rutina cotidiana solicité a mi supervisor unas vacaciones, las primeras que tomaba en cinco años. Me dijo que no podía dármelas todas juntas, pero con quince días sería más que suficiente. Sin embargo, a base de insistirle por semanas, conseguí que me diera mis tres meses correspondientes, de acuerdo al contrato colectivo de trabajo.
    Esa semana, antes de iniciadas mis vacaciones, consulté en internet sobre retiros o estancias prolongadas con itinerarios programados, para escapar definitivamente de la rutina que me había absorbido. No buscaba un parís o un Nueva York atestado de gente y ruido, buscaba algo lejano y poco poblado.
    Fue así como encontré una estancia en un templo sintoísta, en una de las islas pequeñas que rodean Okinawa. Se había realizado una edificación pequeña para albergar turistas. La estancia consistía en diez días con sus noches en el templo, con paseos matutinos y vespertinos. Las comidas y el hospedaje venían incluidos en el paquete. Así que hice la reservación, pagué el adelanto y liquidaría al llegar a mi destino.
    En barco llegamos hasta una de las islas menos turísticas alrededor de Okinawa, era pequeña, posible de atravesar a pie en día y medio rodeando la montaña, ahí desembarcamos. La mayoría del turismo era local, oficinistas nipones hartos de sus rutinas, al igual que yo, cuyos salarios solamente alcanzaban a pagar el paquete que yo también había adquirido.
    Debo mencionar la impresión que me quedó de aquellos turistas grises y apagados, la mayoría habían ido solos, una que otra pareja y ningún extranjero aparte de mí. Los turistas suelen ser ruidosos, impertinentes y demasiado activos, tomando fotos aquí y allá o comprando esto y aquello, pero estos pobres desgraciados rara vez sonreían, sus miradas se perdían en la neblina marina y en los húmedos paisajes goteantes de rocío. 
    "Supongo que es esto o el bosque de Aokigahara". Me dije a mí mismo, sin evitar soltar una sonrisa por mi cruel broma, mientras esperábamos en el muelle a que el personal de la estancia nos abordara. De las quince personas que íbamos en la embarcación, solamente bajamos cinco. 
    Llegaron varios voluntarios, personal del hotel, uno por cada turista y a cada uno nos fueron guiando montaña arriba hacia el templo donde se ubicaba la estancia. Nos comentaban datos interesantes y nos explicaron los horarios, servicios y actividades de los que disponían.
    Los amables japoneses poco y nada preguntaron al respecto de mi estancia en tan aisladas tierras. El único cuestionamiento referido hacia mi persona consistió en las típicas "¿algo más?" y sus múltiples variantes.
—Buen día— me saludó uno de aquellos simpáticos hombres con una reverencia y hablando en un muy correcto español que me dejó claramente impresionado, además de aliviado—. Mi nombre es Yamaoto y soy el casero del templo donde se hospedará. Mi terea también es guiarle y deberá dirigirse conmigo por cualquier asunto relacionado con su estancia en la isla.
    Había entendido mal la publicación que leí, el hotel en donde me hospedaría era el propio templo sintoísta, que ya no prestaba servicios como casa de formación debido al cada vez más reducido número de aspirantes. Notando que mi guía me decía esto con tristeza, le comenté empáticamente que lo mismo sucedía en todos los templos y casas de formación religiosa de todo el mundo.
    En respuesta el amable Yamaoto, un japonés bajito y regordete sin un solo cabello sobre su cabeza, me comentó que todavía un aspirante a guardián del templo, realizaba alguno que otro ritual en algunos de los altares, los cuales estaban colocados casi al azar en toda la isla, algunos siendo de muy difícil acceso.
—No suele bajar hasta el atrio del templo— me respondió el guía cuando le pregunté si podía entrevistar al aspirante—. Pero sí que podrá verlo, porque se hace muy presente. Es posible que vea también al kannushi, el sacerdote del templo. 
    Aunque la isla era pequeña, la montaña que ocupaba la gran mayoría de la misma sí que era confusa e inmensa, con densas áreas de bosque tropical muy húmedos, con presencia de lluvia durante todo el año a determinada altura de la montaña.
—Es verdad que las playas en México son cálidas— me dijo Yamaoto una vez que nos detuvimos a admirar el paisaje. Me tomé un tiempo bastante extenso para mirar la playa desde ahí, tiempo que el guía esperó pacientemente—. Esperamos que no le incomode nuestra playa y clima mayormente fríos y húmedos.
—No es ningún problema. Hay un poeta de mi tierra con el que coincido al decir: 'cuánto me pesa el sol...  y que no conocí en mi infancia sombra, sino resolana'.
    El guía sonrió divertido, ahora sí que se le notaba el gusto que da conocer a alguien extranjero, pero era demasiado discreto para admitirlo. Terminó por caerme bien.
    La entrada al templo estaba ubicada a unos ochocientos metros en la montaña, cuya altura era cercana a los mil doscientos metros. A esta altura, como bien me había mencionado Yamaoto, estaba mayormente nublado, cuando no llovía, la brisa marina empapaba todo de rocío. Cuando los monjes se desplazaron, una ONG abrió un hotel, modificando levemente la estructura original de las habitaciones.
    El pueblo quedaba cientos de metros colina abajo por la ladera este de la montaña, justo a unos metros de la playa que había contemplado. Había un mercado que vendía pescado, algunas verduras de hojas verdes, rábanos, fresas y varios tipos de líquenes. También se comerciaba marisco seco, arenque y camarón, principalmente. Las bolas de arroz tampoco se dejaban escasear.
    Pocas veces bajé al pueblo. Bajar la montaña por la ladera este, era una labor de dos horas y subirla una de tres.
    Para bajar al muelle o subir al templo desde el mismo, era necesario tomar la ladera oeste de la montaña. Aunque eran unos cuantos metros los que separaban al muelle del pueblo, escarpadas rocas impedían que tuviesen conexión a pie por la playa. En varios puntos a diferente altura de la montaña la vereda oeste conectaba con la del este, para no tener que subir hasta el templo y corregir la ruta, en caso de querer ir del muelle al pueblo.

El primer día de mi estancia lo dediqué a descansar en el hotel, el segundo día fue que bajé al pueblo a enterarme de la proeza que era recorrer el sendero. Aquella misma tarde y toda la noche llovió torrencialmente.
    Estremecido por el potente ruido del agua, asomé por la ventana de mi habitación, que daba al patio trasero del templo. El dueño del hotel, un japonés lánguido de cabello muy lacio y corto, se empapaba junto a los trabajadores mientras inspeccionaba la pesca del bogavante. Un crustáceo marino del mismo aspecto que una langosta, pero un poco más grande apenas que un camarón. Comerlos es un desastre ya que consiste en un montón de cáscaras y muy poca carne, pero el caldo es delicioso.     
    Fue precisamente el caldo de estos crustáceos lo que sirvieron durante el desayuno. La gastronomía nipona busca ser nutritiva y suele consistir en un plato de sopa, acompañado de tres platillos pequeños. En este caso fue el caldo de bogavante con verduras, pescado a la parrilla, gohan y tsukemono.

El tercer día fui pasear por la vereda, finalmente asomaba un poco de sol y se antojaba salir. Decidí que primero subiría para luego descender tranquilamente y a mi ritmo. Había una gran cantidad de ranitas verdes, debido al temporal de lluvias que había dado origen a una gran cantidad de charcas.
    A la orilla de la vereda corría de manera constante, tranquila e interminable, un arroyo de aguas frías colmado de unos curiosos camarones de río, tortugas y hasta pequeños pececillos en los puntos donde el agua se asentaba más tranquilamente. Los pastos retozaban de grillos. 
    Tomé fotografías de aquellos improvisados estanques colmados de vida, también de la panorámica visión que se obtiene en la orilla de la montaña. Verde naturaleza que no permitía apreciar la vereda. 
    Capturé algunas ranitas en un frasco para poder dibujarlas. Lo mismo hice con algunos camarones. Atraparlos era sencillo, pero liberarlos fue complicado, no se salían del frasco de manera alguna y al intentar sacarlos con la mano me llevé más de un doloroso pinchazo en los dedos con aquellas carnosas tenazas. 
    De regreso al templo me esperaba Yamaoto, el casero, revisando las extensas telas con sardinas y truchas secándose al sol. Al verme bajando por la vereda se mostró alegre y me saludó de lejos levantando su mano abierta. Tenía ganas de encerrarme en mi cuarto a escribir, pero verlo también me alegró y sonriente me acerqué a él para ver si podíamos conversar sobre algo.
    Me invitó caldo de camarón de río, levemente distinto a los bogavantes, porque no se pescaban en las rocas de la playa, sino en los arroyos de agua dulce que corren como venas desde la cima de la montaña, además de tener una coloración marrón. 
    Mirar aquel platillo era ya una delicia, cinco enormes gambitas, ahora rojas producto de la cocción, reposaban en el caldo hirviente y humeante, colmado por gran cantidad de verduras y tallarines. Al enorme tazón le acompañaba otro con arroz hervido. Descascarar las gambitas fue, como no, una larga labor, pero valió la pena gracias a la deliciosa carne del animal.    
    Valió mucho más la pena comer el caldo, bastante caliente y colmado de sabor que cayó muy agradablemente en mi estómago, y me ayudó a expulsar el frío de mi cuerpo, ya que la tarde se presentaba en extremo húmeda y en extremo fría. 
    Aquella sopa despertó en mí un apetito voraz, que llegada la noche fue saciada con un platillo de truchas empanizadas cocidas al vapor. Enormes truchas del tamaño de mi brazo, suaves y calientes por dentro; debido al largo tiempo de cocción y temperatura, los huesos de la trucha se habían suavizado y podían masticarse y comerse cómodamente. El empanizado, hecho con harina de arroz y huevos de pato, otorgaba una primera capa de sabor intensa y amable, gracias al baño maría de la cocción que hizo soltar los aceites naturales del pescado.
—Las gambas y las truchas que bajan con el arroyo y el torrencial pluvial vienen del criadero del templo— me comentó Yamaoto al final mientras bebíamos un poco de té—. Con las lluvias intensas los criaderos se desbordan y los animales crecen grandes y libres. Ya en la naturaleza comen algas, hongos, líquenes y musgos, esto les hace crecer bastante y otorga sabor a la carne.
    Terminé enterándome que era la dieta de las gambas la que  llenaba al crustáceo de una sustancia que, al consumirse en caldo o infusiones, despertaba el apetito, por eso solían darlo como desayuno o almuerzo. Aquella noche, pese a ser muy fría, resultó placentera.

Le tomé el gusto a caminar vereda arriba para admirar el paisaje donde la naturaleza se desarrollaba a sus anchas sin temor a la mano del hombre.
    Poco a poco comencé a adentrarme en el monte y a dejar de lado la vereda. Era un poco más complicado avanzar, pues resultaba casi imposible esquivar las enormes telarañas que aparecían cada pocos metros portando a su respectiva y enorme tejedora justo frente a mí rostro.
    Aquellos arácnidos enormes eran parecidos a la araña de jardín común, pero en lugar de líneas, su amarillo brillante se salpicaba de manchas y lunares sepia que le daban el aspecto de una jirafa. Unos metros más adelante me resultó imposible avanzar, debido a lo espeso de la vegetación y la cantidad de telarañas.
    Al volver a la vereda, Yamaoto me esperaba en el punto preciso en que salí, asustándome un poco. Me advirtió que, a diferencia de la vereda habitada por animales inofensivos, el bosque de la montaña era peligroso por los animales que ahí vivían: ranas dardo, culebras, arañas, moscardones y avispones eran venenosos y potencialmente mortales, no tanto por el veneno en sí, sino por la posible reacción alérgica que se podía desencadenar. 
    Me disculpé con él por mi tremenda imprudencia y le comenté que sólo encontré a las 'arañas jirafa' y se las describí de la mejor manera posible. La expresión calmada de Yamaoto se trastornó perturbada, insistiendo si estaba yo seguro acerca del tamaño de las misma, cosa que le aseguré tantas veces como me lo preguntó.
    —Le preocupa el tamaño de las arañas— me comentó la cocinera unas horas más tarde. Yamaoto no podría acompañarme así que ella hizo favor de comer conmigo—. Esa especie crece mientras envejece, unas del tamaño que viste serían muy viejas. La presencia de tantas tan grandes denota un fuerte desequilibrio en la montaña. 
—No quise exponerme, ni inquietarlo— me excusé profundamente avergonzado—. Tenía curiosidad de ver los altares dispersos por la montaña.
—Se lo comentaré a Yamaoto San y él organizará una expedición.
—No quisiera molestarlo.
—De ninguna manera... además es su trabajo—. Ambos sonreímos por la puntual broma. Acto seguido, la amable cocinera me pidió que tuviera cuidado con aquellas 'arañas jirafa', pues su veneno era potencialmente mortal, causaba subidas o bajadas abruptas de la presión arterial, dolor en las extremidades acompañado de sudoraciones extremas, así como taquicardias intensas. Una mordedura no ponía tanto en peligro a una persona adulta sana como a alguna con padecimientos crónicos, pero una tan grande como las que yo había visto, podía provocar que los síntomas fueran mortales por intensos y duraderos. Le agradecí la información y me juré a mí mismo no volver a tener contacto con aquellos infames animales.
    Esa noche no pude dormir, pesadillas con aquellas arañas así de enormes y cuantiosas anidando a sus anchas por el templo o las habitaciones del hotel me inquietaban y me ponían ansioso. 
    La peor pesadilla consistió en verme despertando a oscuras para darme cuenta de que el techo estaba plagado de telarañas tupidamente habitadas por esas arañas. Una especialmente grande comenzó a descender lentamente hacia mí liberando seda de su trasero. Arrojé una almohada hacia ella y salió volando a la oscuridad de una esquina, me levanté de un salto sólo para ver que yo mismo ya tenía trepadas sobre mí montones de ellas, mordiéndome y envolviéndome en su seda. Caí al suelo, habían envuelto completamente mis pies y mis manos, manteniendo mis brazos pegados al cuerpo, quise gritar pero ya me habían envuelto la boca y poco a poco envolvieron mis ojos, la oscuridad fue total mientras me asfixiaba y me retorcía de un dolor desesperante a causa del veneno de las mordeduras.
    A la mañana siguiente desperté aliviado al confirmar que sólo había sido un mal sueño, aunque tardé un rato en sentirme tranquilo y una sensación inquieta me acompañó durante todo el día. 
    Pregunté en el comedor por Yamaoto, pero éste salió de madrugada acompañado por los pescadores y otros trabajadores del hotel, se adentraron en las alturas de la montaña, donde se encontraban los altares. Al cabo de unas horas bajaron acompañados por el sacerdote y el aspirante a guardián.
    El kannushi, nombre que reciben los sacerdotes sintoístas, iba ataviado con un hakama negro y una hö de color blanco, el guardián del templo vestía exactamente igual. El extraño sacerdote me pidió que lo acompañara y les llevara sobre mis pasos del día anterior. Procure así hacerlo. Al llegar al lugar, me percaté que las arañas sobre las redes eran un palmo más grandes que el día anterior y así se lo hice saber, notablemente alterado, al kannushi. 
    El kannushi contempló a los arácnidos reflexivo, con el aspirante siempre detrás de él y siempre callado, no molestaron a los arácnidos para nada; en determinado momento nos ordenó dar media vuelta para poder regresar. No me lo dijo dos veces, fui el primero en llegar al hotel.
—Hace dos años— nos platicaba el kannushi durante la cena esa misma noche al regresar al hotel—, las mantis tuvieron una mala temporada. Desovaron muy cerca de la creciente pluvial y con la llegada de unas lluvias especialmente abundantes, sus huevecillos fueron arrastrados por la corriente y las pocas larvas sobrevivientes sirvieron de alimento a las truchas y charales saltarines. Al no tener mayor competencia, las arañas acapararon la cacería de mosca y mosquito. Sin competidores ni depredadores, junto a un exceso de alimento, las arañas pudieron crecer descomunalmente al prolongarse su tiempo de vida. Incluso ahora son capaces de cazar roedores, aves, moscardones y avispones.
    El discurso se prolongó largo rato, el kannushi indicó que criarían mantis para liberarlas y comenzaran a alimentarse de las arañas. Pero mientras esto pasaba, tendrían que organizar una exterminación, lo más pronto posible, en toda la montaña.
    Me dirigía del comedor a mi habitación esa noche, terminada la junta. El corredor estaba pobremente iluminado con velas, por lo que casi me enredé en una telaraña con su respectiva tejedora... sería el miedo que tenía por aquellos seres, o tal vez su tamaño descomunal, pero podía sentir sus múltiples ojos mirando los míos, escrutándome.
—Las arañas que habitan esta isla son seres formidables— me dijo el kannushi que se encontraba detrás de mí, haciéndome brincar y respingar. Mantenía sus manos dentro de las mangas de su hö y el aspirante a guardián permanecía detrás de él completamente inmóvil y callado—. Su veneno es un potente neurotóxico capaz de matar a un ser humano adulto, también son bastante inteligentes, además de poseer una mente colmena. 
—¿Cómo dice?
—Ya saben que las vimos y saben lo que haremos al respecto. ¿Cree usted que se iban a quedar tan plácidas y quietas?
—No lo termino de entender.
—No tiene que. Vaya a su cuarto y enciérrese bien, si alguna araña a entrado en su habitación arrástrela hacia afuera. Pero le advierto que no debe matarla... o vendrán por usted en represalia.
—¿En... represalia?
—Ambos nos estamos posicionando apenas, la guerra todavía no está declarada, pero no se preocupe, ganaremos.— Dijo esto último serena y plenamente convencido. Acto seguido me tomó del brazo como quien guía a un ciego o ayuda a un anciano y me escoltó a mi habitación. Entró primero a mi estancia para asegurarse de que no hubiera arañas y sonriéndome amablemente abandonó la habitación dándome las buenas noches.
    No dormí nada esa noche, me mantuve con la luz encendida al pendiente de que no se colara alguno de aquellos abominables arácnidos. Miraba ansioso hacia la puerta de mi habitación, imaginando como se agolpaban nidos y nidos de aquellos gigantescos y grotescos bichos en el pasillo, prestos a sorprenderme en cuanto quisiera salir por cualquier motivo. 
    No me equivoqué, asomé por la ventana corriendo un poco la cortina y ahí estaban: serían unas quince o veinte redes con sus respectivas tejedoras de ocho patas invadiendo la parte exterior de la ventana. Tal como me sucedió con la que encontré en el pasillo, sentí a todos aquellos enormes bichos mirándome con sus múltiples ojos, brillantes y negros,  complaciéndose por el temor que en mí despertaban. 
    Me estremecí, pues temía que pronto toda aquella intimidación pasara de la potencia a la acción, tomándonos a todos desprevenidos.
    A la mañana siguiente, los trabajadores del hotel, acompañados de un grupo numeroso de los habitantes del pueblo, se reunieron en el templo. El kannushi ofició alguna especie de rito acompañado por su inseparable aspirante a guardián del templo.
    Terminada la breve ceremonia, el aspirante repartió antorchas a los ahí reunidos y caminaron monte adentro, quemando las redes y a las arañas.
    En el tempo, el lánguido dueño del hotel roció a las arañas que se habían colado en los pasillos y habitaciones con un aerosol que parecía contener un ácido, pues tan pronto como tocaba a las arañas estas caían al suelo retorciéndose y muriendo a causa de la corrosión. Lo mismo hizo con aquellas que anidaron en la parte trasera de su hotel, pues no sólo mi ventana, sino toda la fachada de atrás se encontraba infestada.
    La cocinera adquirió un gato castrado y una gata estéril, los cuales se pusieron a cazar a las enormes arañas que se refugiaron en los rincones y lugares poco accesibles.
    Yo permanecía inmóvil en mi habitación, arrinconado, con un bate de madera entre las manos, el cual usaría para aplastar contra el suelo o la pared a cualquier araña que entrase a mi habitación. No pude hacer más, la sola idea enfrentarme directamente a aquellas enormes arañas me paralizaba de miedo. No sólo por su grotesca cadencia al desplazarse o moverse, sino por el miedo a ser mordido y padecer una muerte dolorosa y lenta.
    Durante los quince días que duró el exterminio, los platillos con gambas y truchas fueron más que abundantes. 
—Será necesario reducir al máximo la población de estos animales —. Mencionó la cocinera cuando me reuní con ella a la hora de la comida.
    La verdad no me molestó para nada comer durante todo el día y los siguientes puras gambas y truchas, eran deliciosas, además no me creía en posición de quejarme, pues quedaba que yo era el más inútil en aquella situación. 
    La misma cocinera, que también profesaba miedo hacía las arañas, se dedicó a deshacer la telarañas y aplastar a los abominables bichos con sus pies calzado con getas de doble diente.
   Finalizados los quince días de exterminio, se hizo una nueva ceremonia en el templo. Todo había sido un éxito. Lamentablemente, el amable Yamaoto fue mordido en el bosque por una de aquellas arañas y permanecía en el pueblo recuperándose de los infames síntomas de la intoxicación.
    Finalizada la ceremonia me acerqué al sacerdote y avergonzado me disculpé ante él, por no haber sido capaz de formar parte activa en el exterminio de las arañas.
—No se preocupe— me excusó aquel hombre—, hubiéramos tardado mucho más en darnos cuenta de no haber sido gracias a usted. Además, tenga por seguro que sí que nos ayudará de una manera muy especial a terminar con esta plaga. 
    Colocó una mano sobre mi hombro mirándome siempre con ese dejo de compasión y confianza. Luego se retiró hacia la montaña, con el aspirante a guardián siempre detrás de él.
    No terminé de comprender bien lo que decía, supuse que daba por hecho que yo volvería a internarme en la montaña fuera de la vereda y, debido a mi recién descubierta aracnofobia, volvería a dar aviso ante cualquier avistamiento arácnido. 

Un mes pasó, los amables japoneses me regalaron quince días de cortesía como disculpa por las molestias originadas a causa de la plaga, devolviéndome en efectivo el monto correspondiente. Agradecí el gesto aceptando el dinero. Mi inquietud y nerviosismo habían desaparecido y regresé a mis caminatas.
    No volví a desviarme del sendero para adentrarme en el monte, más por seguir la recomendación de Yamaoto que por el miedo a las arañas. Se habían tomado muchas molestias y si me emponzoñaba por culpa de una rana o de una araña, me convertiría yo mismo en una grave molestia. 
    Llegó la hora de cenar. El caldo de gambas fue sustituido por una sopa amarillenta, como una sopa crema, colmada de pequeñas pelotitas de un material parecido al algodón. Al morderlas estallaban una variedad de sabores parecido a las verduras, jugosas y tiernas, además de una textura parecida al arroz o los chícharos, que dotaban al bocado de un inigualable sabor.
    Aquella sopa tradicional despertaba todavía más apetito que el caldo de gambas, intensificando el sabor de los demás alimentos. A partir de esa noche, la deliciosa sopa sustituyó a las gambas y yo no pude sentirme más complacido.
    Cinco días después. Estaba terminando mi tazón de sopa y me disponía a continuar con los otros dos platillos, cuando entró el aspirante a guardián del templo, con un gesto de la mano me indicó que me mantuviera sentado y que no me interrumpiera en absoluto.
—No debe interrumpirse la celebración de los santos oficios—, bromeó mientras se sentaba y miraba complacido como le traían de cenar el mismo menú que a mí. 
    Reparé en ese momento que no había escuchado su voz, grave y dura, no como la del sacerdote que era profunda y airada. Sin embargo, la revelación de aquella voz me inquietó, debido quizá a que me acostumbré a mirarlo como una sombra silenciosa.
    El aspirante a guardián se disculpo en nombre del kannushi, no nos acompañaría a cenar porque debía mantener dieta estricta y prolongada meditación. 
    Miró con enorme curiosidad la manera en que devoraba sin chistar la deliciosa sopa.
—Veo que le gusta la comida— dijo por fin.
—Es exquisita. Nunca había probado mejor comida que aquí en Japón.
—También es muy saludable. Le comentaré al sacerdote lo mucho que la gustado, él también estará complacido.
—Sin dudarlo. Cuando lo vea salúdelo afectuosamente de mi parte.
—Le encantará. Se quedó pensando en usted cuando le confesó que su miedo le dejó inoperante. Ahora que sepa que coopera tan gustoso pensará en usted menos preocupado.
—¿Cómo dice?
—¿No le mencionó que usted nos ayudaría con la plaga?
—Sí, algo dijo pero... la plaga terminó ya ¿no es así?
—Por supuesto y gracias usted y su cooperación tan gustosa difícilmente remontará.
—¿Mi cooperación tan gustosa?
—Supongo que no se habrá dado cuenta ¿no ha abierto ninguna de las bolitas de la sopa?
—Supuse que eran algún tipo de dumpling— confesé mientras usaba los palillos para abrir una de aquellas curiosas pelotitas.
    Eran los sacos de huevecillos de las arañas. Miles de diminutas arañitas yacían muertas completamente cocidas dentro de aquellos sacos, que despedían vapor al abrirse y revelar su grotesco y perturbador contenido. Hasta aquél momento, me había dedicado a comer aquellos envueltos sin percatarme de la proteína que les rellenaba que no era otra cosa más que las crías de nuestros enemigos de ocho patas.
    Me levanté víctima de un ataque de pánico, incluso sin querer volteé la mesa a ras de suelo donde estaba dispuesta la cena y di media vuelta hacia mi habitación. 
    Mientras atravesaba el corredor pobremente iluminado, me detuve para vomitar la cena. En efecto, entre la comida regurgitada y mal digerida se encontraban ciento de arañitas reblandecidas por la cocción, algunas despedazas por mis dientes, otras enteras; me horroricé y continué corriendo hacia mi habitación. No reparé en el aspirante a guardián del templo que permaneció parado detrás de mi, callado y silencio envuelto en sombras. 
    Alisté mis maletas y aproveché los últimos minutos de sol para descender por la vereda oeste de la montaña, que conducía directamente al muelle.
    Solamente había recorrido ese tramo una vez, de subida, cuando llegué y tomó como una hora y media. Pero esa noche, bajé corriendo como alma que lleva el diablo. Tropezando y golpeando la cara con ramas y hierbas altas. Llegué en veinte minutos al muelle, empapado en un helado sudor, temblando, luchando por respirar. La oscuridad era total y tuve la fortuna de encontrar un bote que me llevaría a Okinawa.     
    El capitán se negó a permitirme abordar, pues no tenía boleto y la taquilla ya había cerrado hace horas, además de mostrarse incomodo por mi aspecto y actitud, pues, empapado en sudor, lleno de tierra y hojas, miraba yo como un loco hacia todas direcciones, buscando esquinas o rincones oscuros, comprobando que no hubiera una araña, un agente infiltrado dispuesto a cobrar represalias por lo acontecido en la montaña. 
    Usé el dinero de los quince días gratuitos que me devolvieron en el hotel para sobornar al capitán y guardándose el dinero discretamente, como si le hubiera entregado drogas o un arma, me dejó abordar. 
    Al medio día del día siguiente, estaba tomando un vuelo hacia México. Ansioso, desesperado por regresar a mi habitual rutina.



    

El Arlequín - Capítulo I

Capítulo I  Yo soy Pagliacci El pueblo de Ciénaga en el municipio de Blas Hernández no gozaba de más popularidad, como el resto del municipi...