martes, 24 de octubre de 2023

Antes de que nos Olviden II - Cómo Conocí a tu Padre

Tu padre murió en un día ordinario, aunque ese día, seguramente no sería nada ordinario para ti, que fuiste mártir de su muerte. Te atreviste a contármelo en una de nuestras charlas solitarias en las que nos fuimos conociendo, antes de olvidar tu inquebrantable orgullo para llorar por él. Me dolió tanto tu dolor que sólo recordarlo sobrecoge mi alma y me dan ganas de acompañarte a llorar.
   Recuerdo lo ordinario del día porque yo seguramente fui y volví de la escuela sin problema alguno, ni preocupación que me embargara, al menos no en esos años de juventud e infancia, como los que suelen mancharse del infinito pecado de la realidad. Esos días soleados con algunas cuantas nubes oscureciendo brevemente el precioso azul del cielo. Tu discurso fue largo. Pero tú solamente querías una cosa: “abrázame”. Vaya frase tan pequeña y tan infinita al mismo tiempo. “Abrázame” es una petición sin atender, una despedida sin reencuentro, un adiós contundente y sin alternativa. La pequeña frase resumía la larga espera de una agonía a cuentagotas y el adiós absoluto. La dijiste para olvidarte del mundo y concentrarte en tu dolor, en tu trastorno e impotencia. Algo, más allá del padre, dejó de ser. Un pedazo grande de tu origen fue arrebatado, y ahora toca agarrarse de lo que sea para no caer en la misma nada en que nos deja la muerte, para no morirnos con el que se fue… para no seguir muriendo.
    Jamás conocí a tu padre aunque siento que de algún modo le conocí. Era de estatura media y de complexión robusta, según recuerdo que me dijiste un día, aunque la enfermedad ya le empezaba a robar fuerzas. Sin embargo, no hubo mal capaz de esfumar el inmenso que tenía hacía su princesa.
    Su figura me llegó por una foto de medio cuerpo. Era moreno y, en efecto, robusto. Sus cejas ennegrecidas contrastaban con su cabello encanecido que embellecían de manera gallarda su rostro severo pero de mirada adusta, que se me hizo más cercano a la agresividad que a la paz, cuando en tus relatos sobre su vida era sin duda más cercano al amor, que a cualquier otra cosa.
    Lo amabas como él a ti, ángel del cielo, princesita. Así te llamaba desde que te vio llegar a casa con esa luz que está eternamente pegada a tu cuerpo y a tu alma, y que a mí me tocó descubrir, por un indescifrable designio del destino, cuando apenas comenzabas a convertirte en una mujer, esposa y ahora madre. Tu padre vio en la niña la luz que a mí me tocaba ver transformarse en mujer.
   Me duele pensar en tu dolor durante esas largas noches de desasosiego en las que tu padre te hizo falta por vez primera, a tan pocos años de tenerle y que tanto aumentaban la nostalgia de tu alma y de tu corazoncito. Cada amanecer, las postreras palabras que exhalaron su aliento resonaban en tu memoria. Como se le fue la voz como si fuese arrebatada por el aire que por la ventana entraba, cuando las fuerzas de su grandeza empezaron a regalarle espacio a la muerte.
   Me parece verte, sumida en la desolación, con tus ojos atrapados en los ojos de tu padre. De ese día de agonía me hablabas por internet: de un amor intacto de bastantes años, que tu padre sellaba con frases que sonaban a versos de amor. La ciencia médica se había declarado impedida para extender la vida, y la muerte atacaba sin misericordia. Tú, pegada a la cama todo ese rato y queriendo permanecer ahí, de ser posible, hasta que tu padre llegara para llevarte con él, vigilabas el sueño de tu padre, su último sobresalto, sus angustias finales, sus adioses y disculpas por la manera en que vivió y la forma en que murió… y sus despedidas cuando la muerte lo dejaba razonar de nuevo, hasta que llegó el último adiós sin despertar.
 

 
 

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