sábado, 4 de julio de 2020

De la Luna y el Sol (Cuento)

Fue hace mucho, cuando el tiempo mismo era una cuestión insustancial y nadie presenciaba su paso a través del éter, el caos primero se apoderó del espacio vacío y durante cientos de miles de años las rocas incandescentes llenaron el vacío oscuro, materia de la que se compone el universo.
    Algunos astros que giraban vertiginosamente a través de la nada, comenzaron a atraerse entre sí. Pese a que les gustaba estar a solas, se acercaron lo suficiente uno del otro hasta ser capaces de ver su luz entre ellos, formando grandes cúmulos de estrellas llamados galaxias.
     No hay manera de decir si fue pronto, o en realidad pasaron cientos de miles de años, pero algunos astros se apagaron y comenzaron a girar un poco más lento, algunos trazaron órbitas, y se quedaron cerca de las estrellas que les proporcionaban luz y calor. Así, los planetas conformaron sistemas, aunque algunos se acercaron demasiado al sol y se quemaron; otros, tuvieron miedo y se alejaron demasiado del sol, congelándose. No obstante, el orden llegaría paulatinamente y una coincidencia temporal le hizo notar al sol que existía una pequeña luna girando alegremente alrededor de un planeta hecho de agua y tierra. La luna era pálida y blanca, pues se había formado de cientos de rocas que, compactadas, se fusionaron a lo largo del tiempo.
     La luna por su parte, se había encargado de evitar que el planeta cercano a ella se acercara demasiado al sol, y ahora giraban juntos alrededor de la poderosa e incandescente estrella. La luna gustaba de sentir su calor y brillaba con su luz cuando, por efecto de los mares, se acercaba un poco más a su querido planeta.
– Tu luz y calor son intensos – dijo la luna con una voz suave como la música que después crearían los hombres –. Me regala un poco de luz para iluminar a mi querido planeta, que es parte de mi como yo de él, cuando uno de sus lados no puede ser alumbrado por ti.
– Mi luz y calor es para todo aquel que se encuentre cerca de su alcance – contestó alagado el sol –, y me gusta verme reflejado en ti, pese a que somos tan diferentes.
     Desde entonces, el sol y la luna charlaban por horas y horas, ella entonaba dulces melodías de cariño y paz para el sol y éste le respondía con versos de amor. Aunque en algunas ocasiones, las melodías y los versos eran tristes ya que la luna y el sol deseaban abrazarse y besarse fuertemente, más la fuerza gravitacional y el enorme poder del sol se los impedían, ya que, aun cuando pudieran moverse quebrantando toda ley física, el tremendo calor del sol destruiría a su amada luna.
     Una ocasión, la luna despertó sintiendo un calor intenso cual si una poderosa y apasionada caricia se plasmara en la inmensidad de su ser, estremeciéndola: su querido planeta de agua y tierra estaba iluminado por el sol pero ella proyectaba una sombra como si provocase un pedazo de noche sobre él.
     El sol se encontraba ubicado justo detrás de la luna, aprovechando para enviar todo su ardiente fulgor a su amada, quien con cariño correspondió, acariciando a su amado con ternura.
– Sólo una vez, cada mucho tiempo – dijeron ambos –, podremos estar los suficientemente juntos para amarnos.
– Ni yo te iluminaré.
– Ni yo te oscureceré.
     De ese amor, nació un dios, que era invisible. Pero para la gran tristeza y dolor de su padre, no podía acercarse a él, porque podría quemarse. La gran pena del sol le impidió seguir dedicando hermosos versos de a su amada, quien, sabia como todas las madres, supo consolar a quien amaba.
– No temas por el pequeño – dijo la luna –, cuando llore por ti, me convertiré en cuna, donde podré arrullar a nuestro querido amor, y así, en mis brazos dormido, le envuelva tu calor. Cuando de mis brazos se aleje porque a caminar comience, con fuerza debes brillar y de sangre mi cuerpo iluminar, para que esté entre los dos caminando y sepa que por los dos es amado.
    Este amor arrullado por la luna y el sol llenó a la tierra de vitalidad, poblándola de todo tipo de formas de vida. Algunas fueron hijas de la noche y otras del día. Los hijos e hijas del día se nutrían y vivían gracias a la luz del sol y descansaban por las noches arrullados por la luna; mientras tanto, los hijos e hijas de la noche se desplazaban entre las tinieblas, muchas veces con la ayuda de la luz de la luna y descansaban bajo la mirada protectora del padre sol.
    Todavía, cada cierto tiempo, la luna y el sol se aman con toda su fuerza, ella colocándose enfrente de él para regalarse cariño y pasión. Y, todavía, el Dios hijo, fruto de este amor, sigue siendo arrullado por los brazos de su madre y calentado por el fulgor de su padre.



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