A mis cincuenta años, poco había hecho con mi vida. Mis modos con quienes me rodeaban se habían vuelto ariscos, al punto de tratarlos con amargura. No era para menos: el pobre diablo de mi hijo se casó y se divorció apenas un año y medio después de haber traído al mundo a mi nieto. Apenas conocía a esa cuasifamilia, en realidad. Venían a visitarme tres veces por semana trayendo al pequeño; tras la separación, las visitas continuaban —una vez, él solo; dos veces, ella, con el niño. Matías, así lo llamaba cariñosamente, era inteligente y hermoso. Tenía el tono apiñado de piel de su madre y las cejas de su padre. Me caía bien el muchacho, hablaba y se comportaba como una persona sensata casi todo el tiempo. No es un gran elogio—todos los niños hacen lo mismo, creo—pero el simple hecho de que fuese mi nietecito me hacía amarlo profundamente. Por eso Matías era el único que escapaba, aunque fuera apenas, de mis modos hoscos y mi trato amargo.
No me sorprendió que mi hijo no viniera aquel día. En su lugar llegaron la esposa y mi nietecito. Era raro que se ausentara, aquella fue la primera vez, y supe entonces que sería la primera de muchas. Pero ella poco tenía que hacer viniendo en su lugar. Seguramente el descarado le pidió que trajera a Matías por él, dejándola a ella en la incómoda posición de tragarse mi amargura. Aunque ella prefería eso: aguantarme a mí, que al menos me hacía cargo del niño durante la visita. Mi hijo me decepcionaba. Parecía no darse cuenta, o no querer darse cuenta, de que entre las tres personas que podían considerarse su familia, sólo el niño mostraba verdadero contento al estar con él. Y eso sucedía en muy pocas ocasiones.
Matías ocupaba casi todo mi tiempo. Tenía una forma peculiar de crear frases, una especie de método para romper el hielo: hacía preguntas sobre los objetos que le llamaban la atención, y más tarde repetía las respuestas, transformándolas en tema de conversación. Me encantaba platicar con él. Pero había una cosa sobre la que nunca hablaba, ni siquiera con Matías: una fotografía que se empolvaba lentamente sobre el mueble del televisor.
La fotografía permanecía de espaldas, ocultando a todos la imagen que contenía. Matías preguntaba primero qué era aquel recuadro y luego, con inocente insistencia, por qué estaba así, volteado. Yo me escudaba en su léxico aún inmaduro para hacerme el desentendido, evitando tocar aquel tema inquietante que se alojaba tras la imagen.
Fue esa tarde. Matías aprovechó un momento en que me distraje para subir al sofá y alcanzar el objeto que tanto le intrigaba. Cuando su voz pronunció la palabra “foto”, me volví de inmediato, sabiendo revelado aquello que con tanto esfuerzo había mantenido oculto. Mi primera reacción fue gritar, arrebatarle el retrato al inocente niño que ahora se sentaba cómodamente en el mismo lugar donde se había parado para alcanzarla, observando cada detalle con curiosidad. Pero mi infinita paciencia y cariño por él me hicieron responder, casi sin pensarlo:
—Sí, una foto.
Le conté acerca de aquel retrato antiguo que con empeño me esforzaba por mantener lejos del grueso álbum familiar guardado en mi armario. Podría decir, incluso, que era la propia fotografía la que huía. Me la había tomado mi abuelo—el padre de mi madre—una tarde en la que permanecía sentado en la playa, mirando fijamente hacia el mar. Más allá del mar. Miraba hacia el horizonte... hacia el día en que los dragones llegaron y comenzaron su cruento ataque. Una guerra devastadora.
Tenía apenas ocho años. Vivíamos a unos treinta minutos a pie de la playa, y desde la azotea de la casa de mi abuelo —donde habitábamos desde antes que pudiera recordar— se alcanzaba a ver el mar. Desde los cinco le pedía que me llevara a conocerlo. Su promesa seguía latente, sin cumplirse. Me había dicho que cuando tuviera edad suficiente iríamos, que sólo debía ser capaz de ir y venir a pie.
Mi mamá se encargaba de todo en la casa, pues mi abuelita sufría de las rodillas. Aunque era unos diez años más joven que el abuelo, no podía dar un solo paso; pasaba los días sentada apaciblemente en su silla de ruedas, observando la vida pasar frente a ella. Nunca la vi alterada, ni estresada por nada, a diferencia de los demás adultos que vivían conmigo, quienes de vez en cuando sí que gritaban.
Mi abuelo se encargaba de ir y venir por las calles, comprando la despensa. Me llevaba con él desde que tenía cinco años, y casi siempre terminábamos sentados en la plaza: me compraba alguna golosina o sacaba una fruta de las que habíamos comprado, mientras veíamos a los niños jugar. Éramos cómplices de esas salidas, como dos viejos camaradas. Era un hombre alto y esbelto. Fuerte, muy fuerte. Mientras yo apenas cargaba la bolsa de manzanas con esfuerzo, él llevaba dos que parecían gigantescas, capaces de contener muchas como la mía. No sudaba, no jadeaba, ni siquiera durante los paseos largos a la plaza, a la que me llevaba medio tramo a pie y medio tramo sobre sus hombros. Había sido pandillero, un chico rudo en su época, pero lo dejó todo al conocer a mi abuelita. Ahora era un fanático de las cámaras; llevaba siempre su polaroid instantánea colgada al cuello. Como muchos hombres de su edad, no mostraba los sentimientos en público, pero mi abuelita me hablaba de las noches llenas de besos y palabras de amor que aún le dedicaba. El resto del día lo pasaba pendiente de ella.
Mi mamá, en cambio, tenía un aire triste. No tan estoico como el del abuelo, quizá era el miedo. Miedo de que mi padre se ausentara tanto tiempo de casa para cumplir con sus obligaciones. La comprendía; a mí también me volvía serio. Me enojaba con él cuando pasaba apenas un par de horas conmigo, antes de pelear con mamá hasta entrada la noche. Ella se quedaba llorando, y él desaparecía por un par de meses más. Era su obligación. A diferencia del abuelo, que me colmaba de regalos, mi madre era más austera. Pero jamás me faltaron sus caricias, sus besos en las mejillas, ni esas sonrisas hermosas que ofrecía a mis ojos inocentes. Ojos que brillaban cada vez que me recordaba la promesa del abuelo de llevarme algún día a nadar al mar. Era una promesa que me repetía cuando deseaba que me portara bien.
Una mañana, mientras dormía apaciblemente junto con el sol, me despertó un sonido extraño. Jamás lo había escuchado antes. Era parecido a la sirena de una ambulancia, pero más alargado, más feroz. En mis sueños sonaba como un alarido de terror.
Mi madre irrumpió en la habitación, lanzando la puerta con desesperación. Iba mal vestida, despeinada, y el cintillo de sus zapatos daba brincos sueltos por el aire, provocando un golpeteo ansioso con cada paso. Fue directo al armario y sacó una maleta, la misma que el abuelo me había regalado para llevar mis cosas el día que fuéramos a la playa. Comenzó a meter mis prendas, eligiendo con rapidez aquellas que sabía que eran mis favoritas.
Me levanté de golpe y corrí por toda la habitación, recogiendo los juguetes, sandalias, artefactos y demás cositas que soñaba llevar a la playa. Las junté en mis brazos y esperé a que mamá terminara. Cerró la maleta con violencia. Yo la miré sin entender. Su primer impulso fue regañarme, pero suspiró… luego acarició con afecto mi mejilla, volvió a abrir la maleta y, con prisa, pero con paciencia, me indicó que colocara mis cosas dentro.
Me condujo hasta el patio de la casa. El abuelo ya esperaba allí, con su maleta preparada y la Polaroid colgada al cuello. Sentí una calma fugaz al verlo, pero no pude sonreír. La confusión se acrecentó al notar que los colores rojizos, rosas y naranjas del amanecer provenían desde otro lado del cielo.
La gente gritaba, tratando de hacerse oír por encima del aullido constante de las sirenas. Y entonces ocurrió: zumbando como un enjambre descomunal, algo pasó volando sobre nuestras cabezas. Jamás había visto tal cosa. A su paso, la multitud corrió y gritó con desesperación, como si la cordura se les hubiera arrancado de golpe.
—Son los dragones, hijo — me dijo el abuelo mientras me entregaba una foto que les había tomado. Eran cinco, pero no se parecían en nada a los dragones de los cuentos que mamá me contaba para dormir. Sus alas estaban extendidas horizontalmente, rígidas como plataformas. Tenían un único ojo alargado, como el de una libélula, y se elevaban por el aire gracias a unas pequeñas alas, similares a las de un mosquito, ubicadas en la punta de la nariz. Al moverlas, generaban el poderoso zumbido que habíamos escuchado. Mi confusión se transformó en terror. En mis cuentos, los dragones llegaban a los pueblos buscando damiselas y tesoros. Destruían casas, asesinaban personas si no conseguían su botín.
Jalé a mi abuelo por la pernera del pantalón, suplicándole que nos fuéramos. Le dije que sería peligroso caminar hasta el mar ahora que los dragones habían llegado, pero no logró escucharme. Trataba de deliberar algo con mi madre, y yo no alcanzaba a oír nada por todo el estrépito que nos rodeaba. Intenté ignorarlo, pero el corazón se me estrujó al recordar que mi abuelita no podría acompañarnos; quedaría a merced de aquellos dragones.
El abuelo me miró, por fin y me sonrió, meció con ternura mi cabello, se colgó la mochila en los hombros y, tras subirme a mí sobre ellos, tomó mi maleta. Ayudado por sus rueditas, emprendió con prisa el camino hacia el mar. Mi madre corrió hacia el cuarto de la abuela. Y más no pude ver.
Abriéndose paso entre la multitud, daba tumbos sobre los hombros de mi abuelo mientras le gritaba que quería caminar hacia el mar, como habíamos prometido. Pero quizás no pudo oírme por el estruendo, o simplemente no me hizo caso, algo que ocurría cuando estaba muy concentrado.
Apenas logró escucharme cuando le dije que mi cachucha se había volado. Se detuvo de golpe, caminó hasta quedar pegado a la pared de una casa y, luego de dejarme en el suelo, se adentró entre la multitud que corría como una estampida. Volvió con mi gorra intacta. Le sopló suavemente, la sacudió contra su pierna y me la colocó. Luego me tomó de la mano, me sonrió, y juntos descendimos calle abajo, rumbo al mar.
Poco después, los dragones nos alcanzaron. No escupían fuego por la nariz ni por la boca, como en los cuentos. Lo lanzaban desde los costados, no en llamaradas enormes, sino en ráfagas certeras que al impactar destruían instantáneamente, viajaban tan rápido que resultaba imposible verlas. Pero lo que más me aterró fue ver cómo arrojaban sus excrementos en grandes cantidades sobre calles, casas, campos y terrenos. Estallaban con violencia, envueltos en fuego. Ensordecían mis oídos, quemaban y destruían.
Mi abuelo corrigió el rumbo tanto como pudo, pero no logró impedir que mirara hacia atrás. Lo único que vi fueron escombros ardientes y gente consumida por las llamas o atrapada bajo lo que alguna vez consideraron sus casas seguras. En esa dirección se habían quedado mi abuelita y mi mamá. Quise llorar, soltarme de la mano de mi abuelo correr y buscarlas, pero él me inspiraba una profunda confianza. No podía abandonarlo en medio del desastre y la confusión, así que me mantuve a su lado, esforzándome por mostrarme tan valiente y decidido como podía.
Ya comenzaba a divisar el mar acercándose. Junto con él, viniendo de frente hacia nosotros, apareció algo que semejaba una parvada de golondrinas. Mis temores crecieron, y se confirmaron cuando el zumbido de los dragones se volvió cada vez más intenso.
De no haber sido por la mano firme de mi abuelo, habría corrido estúpidamente hacia el lado del que veníamos huyendo.
Este nuevo grupo de dragones sobrevoló nuestras cabezas sin escupir fuego ni arrojar sus heces. Se acercaron al primer grupo de monstruos y comenzaron a intercambiar ráfagas de fuego entre ellos. Se arrancaban las patas y las alas, precipitándose vertiginosamente al suelo.
Rápidamente, los dragones que habían arrasado todo fueron superados: ascendieron, intentando huir, perseguidos por el segundo grupo, que aún logró derribar a varios durante la persecución.
La primera vez que fui a la playa, iba de la mano de mi abuelo, a quien quería muchísimo. Él llevaba su Polaroid colgada al cuello.
Mi mamá me había preparado una maleta nueva, que mi abuelo había comprado especialmente para ese día — me lo tenían prometido desde que cumplí cinco años.
En la maleta, mamá colocó mis prendas favoritas, y yo añadí mis juguetes de playa, mis shorts, mis chanclas… incluso mi cepillo de dientes.
Caminaba con esfuerzo, porque me habían prometido que solo me llevarían si lograba llegar sin que me cargaran.
La brisa fresca del mar comenzó a golpearme el rostro. Por fin, el hollín y la mugre empezaban a desprenderse de mis párpados y mi cara. Mi gorra, demasiado sucia y pesada, fue arrojada por mi abuelo una vez que llegamos, por fin, a la playa. Mi maleta estaba igual de sucia, y me entristeció pensar que también la tiraría. Por eso no le dije que quería empujarla. Apenas había soportado el viaje. Me dolían los pies, y la inmensidad de arena me hacía imposible seguir caminando. Mi mamá tenía razón: en la playa hay tanta arena que no se puede caminar con zapatos. Me senté ahí mismo, casi en medio de la multitud, esperando que, en cuanto mi mamá apareciera, pudiera verme.
Estaba absorto mirando aquel mar de gente, por eso no me di cuenta cuando el abuelo derramó un poco de agua de su cantimplora sobre mi frentecita. Volteé a contemplarlo y, al verlo, me sentí seguro de nuevo. Estiré las manos para pedirle la cantimplora, y bebí como nunca recordaba haber bebido antes. Mamá tenía razón: en la playa da mucha sed.
Un ruido parecido al de un camión nos hizo voltear a todos. Un dragón había aterrizado en la playa, y pronto comenzaron a llegar muchos más.
Lo más desconcertante fue ver cómo las personas que también habían alcanzado la playa corrían hacia ellos, no lejos de ellos. Lo que hizo que mi confusión regresara con fuerza.
Mi abuelo fue a hablar con los hombres de ropas militares que habían bajado de los dragones. Le entregaron unas cajitas atadas con rafia, y parecieron explicarle muchas cosas.
Yo miraba por encima del hombro, asegurándome de que no se fuera sin mí, y también hacia el mar de gente, buscando a mamá. Pero poco a poco, la multitud dejó de pasar, y la esperanza comenzó a transformarse en ansiedad.
Finalmente, como a eso de las tres de la tarde, mi abuelo me tomó en brazos. No me subió a sus hombros; me dejó de nuevo en el suelo y me entregó la mano de uno de los hombres que habían descendido de los dragones.
Conocían a mi padre y decían que llegaría pronto, pero mi abuelo no podía esperar. Tenía que buscar a mamá y a la abuela antes de que oscureciera.
Se fue, dejándome con el orgullo de haber caminado todo el trayecto — y con su “bien hecho, campeón”, que siempre me decía cuando hacía las cosas bien.
Aterrado, vi a mi abuelo meterse entre los escombros y desaparecer en aquella neblina negra.
Me quedé mirando solo hacia adelante, convencido de que volvería con mamá y la abuela.
La ansiedad se apoderaba de mí.
Dejé de prestar atención al entorno cuando vi que mi padre venía caminando hacia mí; había bajado de uno de los dragones.
¿Por qué mi abuelo nunca me contó nada de todo eso? No podía creerlo.
El hombre era casi tan fornido como él, hablaba mucho con los adultos, pero muy poco conmigo.
Quise abrazarlo, pero una especie de vergüenza me lo impidió.
Le sostuve la mirada como pude y sonreí. Él me respondió con una sonrisa.
Aquel hombre de uniforme militar me tomó entre sus brazos y comenzó a decir cosas sobre mí, pero no puedo recordarlas: el sonido de su voz no me era familiar.
Aun así, lo quería, y estoy seguro de que él también me quería.
Me besó y acarició las mejillas. Su mano estaba fría, su piel dura y áspera.
Pero en sus ojos había cariño, y su sonrisa era especial.
Papá me llevó a conocer su dragón. Lo primero que quise hacer fue tocarlo, pero al sentirlo tan frío lo solté sobresaltado.
Entonces entendí por qué las flechas y espadas de los caballeros nunca podían atravesar su piel: estaban hechos de acero.
Debía estar dormido —o algo parecido— porque nunca pareció notar que estábamos ahí.
Comimos cerca de la hélice, aprovechando que aún despedía bastante calor. Papá me ofreció un sándwich, como los que mamá preparó aquella vez que fuimos de excursión con la escuela.
Comenzaba a escasear la luz. Sólo quedaban algunos puntos iluminados por estructuras improvisadas de palos y mantas que los militares habían dispuesto.
Por medio de señas, mi papá me llevó a una tienda cercana, justo donde debía aparecer mi abuelo, quien aún tardó en llegar. Venía trayendo en brazos a una mujer.
Cargaba a mi mamá como los príncipes a la bella princesa rescatada, sostenida con esfuerzo en sus brazos.
Cuando le pregunté por mi abuela, su rostro empapado en sudor me sonrió con dolor. Jadeante, me acarició el cabello y negó con la cabeza.
Mamá estaba cubierta de hollín, y un polvo muy grueso se había encostrado en su frente, mezclado con sangre.
Se veía agotada, no se movía, pero respiraba.
Corrieron a ayudar a mi mamá. Un oficial le exprimía una esponja de agua tibia sobre la frente, tratando de quitarle el lodo; otro le insertaba una aguja en el brazo, conectándola a una bolsa de líquido. Mamá movía mucho los labios, pero no alcanzaba a oír lo que decía… así que, en vez de hablarle, le di un beso en la mejilla, como los que ella solía darme. Un príncipe despierta con un beso a la princesa que fue raptada por el dragón. Al estar cerca de su rostro, pude oír lo que murmuraba: palabras de cariño, promesas de que se pondría mejor, y que me portara bien. Me quedé con ella, acariciándole el regazo, mientras mi padre y mi abuelo se alejaban hacia la oscuridad de la playa. La luz de la luna bastaba para ver que discutían acaloradamente. Fui por un sándwich para mí… y otro para mi mamá.
Me despertó una especie de sueño que me sacudió, dejándome algo confundido. Estaba cobijado por una manta gruesa y pesada, cálida y cómoda. Papá piloteaba el dragón. Estábamos mar adentro. Otros dragones se acercaron al nuestro, pero papá lo elevó bruscamente, y descendió con la misma fuerza, despistando a nuestros perseguidores.
Llegamos a otra isla, mucho más grande que la nuestra, y el dragón aterrizó.
Papá me dejó en una carpa donde sólo había enfermeras. Me sonrió, me dio un beso en la mejilla y me abrazó con fuerza.
Me daba pena abrazarlo, pero mi corazón quiso que mis brazos se abrieran, y compartimos un poco de calor.
Me habló de lo sorprendido que estaba por mi valentía. Luego corrió hacia su dragón, se subió, y desapareció en el horizonte junto a muchos otros, que a cierta distancia ya no pude distinguir.
Vi cómo más dragones se acercaban por un costado de la isla, pero el grupo donde estaba mi papá le salió al encuentro de frente.
Comenzaron a intercambiar fuego. Algunos estrellaron sus dragones entre sí, estallando envueltos en llamas.
El equipo de mi papá ganó, pero del enorme grupo quedaron muy pocos.
Me dieron de comer y me hicieron algunas preguntas, justo cuando empezaron a llegar otros dragones.
Traían consigo a las personas que habían sobrevivido. No tardarían en traer a mi abuelo y a mi mamá.
Las enfermeras me permitieron ir a la playa a esperar a mi familia.
Me senté en la arena, que en esta isla era mucho más suave y fina.
Un dragón llegó y pude ver varios destellos de luz, eran mi abuelo y mi mamá, pasaba ya de medio día, me había acabado mis jugos y mis sándwiches, tenía mucha hambre y apretaba la arena con mis puños que por fin se relajaron cuando vi los flashes de la polaroid de mi abuelo.
Mamá no pudo bajar sola del dragón, pero logró caminar con la ayuda de unas muletas.
Mi abuelo traía mi maleta. No pude sonreír: mi mamá aún se veía malherida, y pensé que mi maleta sucia terminaría en la basura, como mi gorra.
Para mi sorpresa, mamá se sentó en la arena, extendiendo una cobija como la de papá.
Sacó de mi maleta mis juguetes y mi ropa. Corrí hacia ella, creyendo que íbamos a jugar...
Pero sacó todo lo que yo había metido para alcanzar lo que ella había guardado primero: allí mismo me cambió.
Me gustó tener ropa limpia, y pude conservar los juguetes.
Así, los tres —mi mamá, mi abuelo y yo— nos quedamos sentados en la playa el día que me llevaron a conocer el mar.
Ya entrada la tarde, la gente comenzó a reunirse en la playa. Las familias, una a una, levantaban montoncitos de piedras como tumbas simbólicas para sus muertos. Mi abuelo, mi mamá y yo construimos uno por mi abuelita. Desde lejos, vi cómo los dragones comenzaban a regresar. Busqué entre todos el de mi padre… pero no llegó. Poco a poco, arribaron los últimos. Incluso una lancha con sobrevivientes del ataque. Por más que esperé, sentado en la playa, mi papá no volvió. Ni su dragón. Sentado sobre la arena, mirando el mar —más allá del mar— al horizonte, esperando la aparición de papá que nunca llegó… No me di cuenta de que mi abuelo estaba detrás de mí, tomándome una fotografía con su Polaroid.
Matías ya jugaba con otra cosa y dejé la foto como él la había encontrado.